sábado, 19 de mayo de 2018

Si te gusta ‘Killing Eve’ te gustará Keller | Cultura | EL PAÍS

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Si te gusta ‘Killing Eve’ te gustará Keller

En ambos casos se representa un tipo de asesino que la ficción ha decidido obviar durante demasiado tiempo: el humano

Jodie Comer (izquierda) y Sandra Oh en una escena de 'Killing Eve'.
Jodie Comer (izquierda) y Sandra Oh en una escena de 'Killing Eve'.
Antes de convertirse en genio del noir, a ratos, musculosamente absurdo (Ocho millones de maneras de morir), Lawrence Block no sólo no publicaba sus historias en nada que no fuese una revista pornográfica, como el genio inventado por Kurt Vonnegut, Kilgore Trout, sino que, básicamente, y utilizando una colección extensísima de seudónimos, no publicó otra cosa que no fuesen relatos y novelas pornográficas. Acostumbrado a reírse de sí mismo y a reírse de todo lo que tuviese aspecto de sagrado —incluida su propia carrera literaria: su primera novela era una novela lésbica titulada Strange Are The Ways of Love, algo así como Los caminos del amor son de lo más extraño—, Block creó en 1998 al primer asesino adorablemente deprimido de la historia: el desorientado coleccionista de sellos John Paul Keller.
Protagonista de una serie de seis títulos, de los que sólo dos llegaron a España —Hit Man y Hit List—, títulos que eran, en realidad, casi puñados de polaroids, puesto que no se considera que Block le dedique una novela hasta 2008 —Hit and Run—, Keller nació en un relato que su autor publicó en Playboy a mediados de los años 90. Y no tardó en dar el salto a la novela y convertirse en la clase de tipo con la que Villanelle, la chifladísima asesina a sueldo creada por Luke Jennings —y convertida en carne de HBO por Miss Fleabag Phoebe Waller-Bridge— podría llevarse francamente bien. Así que, si Killing Eve se ha convertido en tu guilty pleasure, lo más probable es que las desventuras de Keller, el asesino deprimido e inexplicablemente desconocido de Block, también lo sean.
Eso sí, a diferencia de Villanelle, que adora su trabajo, y no podría vivir sin él, Keller lo aborrece. De hecho, cuando viaja, y lo hace a menudo, fantasea con empezar de nuevo en, por qué no, Portland, casarse con la camarera que acaba de servirle el café, pasear a Nelson, su bodeguero, por el parque, y olvidar que una vez su vida consistió en hacer algo tan aburrido como lo que hace: matar.
Keller va al psiquiatra. Pero ir al psiquiatra no le sirve de nada. Keller sólo es feliz cuando contempla su colección de sellos. Keller, como Block, colecciona sellos no americanos, y anteriores a 1940. Su especialidad son los sellos de las excolonias francesas. Los de Block también. A veces Block da charlas que no tienen nada que ver con literatura, y las da en convenciones filatélicas.
Aunque extremos opuestos, Villanelle y Keller representan un tipo de asesino que la ficción ha decidido obviar durante demasiado tiempo: el humano. El asesino con una vida al margen de su trabajo. Pequeña, en el caso del apasionado por lo que hace, enorme y vacía en el caso del que no. Una y otro tienen aquello que los asesinos de ficción nunca tienen: carácter. Un yo, a ratos, dolorosamente infantil y, a ratos, simplemente despiadado, que los hace profundamente humanos. Un yo imperfecto con el que es posible empatizar. Recordaba Block hace no demasiado lo que le dijo una lectora en Marin County, California: “Vale, Keller es un asesino, y ¿qué tiene eso de malo? No creo que sea mala persona”. El escritor se lo tomó, y con razón, como un cumplido.

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