sábado, 3 de marzo de 2018

SIN NOVEDAD "EN LA FRENTE" (UN SIMPLE ARTÍCULO) || Periodista en guerra | Cataluña | EL PAÍS

Periodista en guerra | Cataluña | EL PAÍS

CRÓNICA

Periodista en guerra

Iban a desalojar la quizá última vaquería de Barcelona y allí fuimos, con la máquina de fotos de la familia, en pos de la exclusiva

'Sin novedad en el frente', de Remarque: la poética del hombre común en el frente, la tristeza ante la tragedia.

'Sin novedad en el frente', de Remarque: la poética del hombre común en el frente, la tristeza ante la tragedia.





La sensación es que fue simultáneo: la vaca volando hacia arriba a la izquierda, fuera del encuadre, y un dolor punzante clavándose en la aleta derecha de la nariz. Un tipo con delantal y botas de lluvia iba a zurrarme por segunda vez al grito de “¡Y tú, qué cojones haces!” si el guardia urbano no le hubiera agarrado. Qué cosas: me dolía, la calle bamboleaba un poco y notaba cierta flojera de piernas, pero era feliz: me agredían por vez primera en acto de servicio. Era un periodista en guerra. Hacía ya un rato que me sentía un auténtico profesional: había vuelto de la facultad y, al poco de sentarme a comer, llamaba un confidente del barrio, a lo Watergate: iban a desalojar la vaquería de la calle Torrijos, al parecer, la última de Barcelona, aprovechando la migdiada. ¡Noticia bomba! Cogí la cámara de fotos de mi madre sin mirarla (no quise reencontrar en su rostro el reproche tras rechazar unas pruebas para Caixa Penedès) y enfilé la calle pensando ya en la exclusiva que, fotos incluidas, amén de publicar en mi revista, Carrer Gran, igual podría vender también a un diario. Tenía incluso el arranque del texto, jugando con las tres grandes diosas vacas egipcias: Hathor, Nut e Isis. ¡Dios, qué rutilante estrella del periodismo estaba a punto de maravillar al firmamento!
Todo fue menos épico, claro. Fui el primero en llegar, pero no el único periodista. Y aparte de gritos y llantos y empujones y el cordón de la urbana, el desfile de vacas fue raudo, algún mugido daba cierto color y alguna defecación de los animales, el olor. Y la vaquería echó la persiana. Quien me arreó era uno de sus propietarios, nervioso. No intuí entonces la poética del hombre común como héroe, ni que esa tristeza ante la tragedia engarzaba con los grandes del periodismo y la literatura de la I Guerra Mundial: los Barbusse, Dos Passos, Manning, el Remarque de Sin novedad en el frente... También me faltó la profundidad de campo de Romà Jori, Gaziel o Frederic Pujolà… Todo eso no lo supe hasta más tarde.
Por entonces, sólo llevaba gafas para leer, pero no creo que me hubieran rechazado los del Club Siperita, 13 soldados republicanos catalanes, todos voluntarios, que se encontraron en Belchite cuando la Guerra Civil. Acabaron creando un diario mural humorístico y una cama colectiva monumental con todas sus mantas para combatir el frío de Teruel de 1938, fantástica tribuna para debatir los discos que debían conformar su discoteca de jazz, que conmocionó Alcañiz. Como todos llevaban gafas, se les conocía por La Brigada del Vidre, como con gancho ha bautizado la profesora de literatura Maria Campillo su último libro, aguda recopilación de las crónicas de 24 periodistas catalanes durante la Guerra Civil publicada por L’Avenç.
Yo hubiera querido escribir como Guifré Bosch, pluma grácil que cuenta lo de la brigada y que sabe husmear en las trincheras enemigas cuando toman Belchite. “Mujer: la clave del triunfo es la modestia. Ni escotes. Ni brazos desnudos. Ni vestidos cortos, ni abiertos, ni ceñidos”, dice reflejando un cartel fascista en la puerta de una iglesia. “Niñas buenas: ¿si son blancos vuestros pensamientos, porque ha de tener vuestros labios el color de los malos?”, recoge de un opúsculo tirado por las calles recuperadas.
Dan las crónicas ganas de haber podido recoger las hazañas de Pancho Villa, como se conoce, sin más, al héroe de la Columna Macià-Companys, anónimo soldado del que, pertrechado solo con granadas de mano, escribe Joaquim Grau en noviembre de 1936: “Tan pronto lo veíamos encarándose con un tanque rebelde como los encontrábamos dentro, victorioso y amo de lo que había en él”. O de haber conocido al “caballero de Lagardère”, como de manera fevaliana y espadachinesca define Avel·lí Artís Gener, Tísner, a su admirado y trágico teniente, siempre con su bastón-estilete. Y plantearse si seguir o no a Pere Calders y a sus pundonorosos compañeros dinamiteros de su brigada de choque que, entre la indisciplina y la heroicidad, se aventuran por túneles subterráneos de Teruel que cruzan territorio enemigo. Un grandísimo cuento de terror de un hecho real.
Entre escritos que reflejan sueños de victoria imposible y propaganda (parece que sólo los fascistas pasaban de bando; los costes humanos y materiales de la ofensiva del Ebro son mínimos; “tenemos un gran ejército (…) las operaciones lucen matemática exactitud”, a decir de Tísner; los campos de concentración son idílicos, no como los de Franco; la victoria de la República es “próxima e innegable”), está la vida cotidiana en el frente. Así, Tísner mismo tirará un preciosísimo tarro de miel enviado de casa porque no puede soportar más cómo se le clavan las tiras de la mochila, “inverosímilmente delgadas” y que actúan como una sierra. “El rancho se acaba antes que el hambre”, admite Siegfried Bosch, a pesar de que habla de unos invariables “garbanzos con salsa por la mañana y salsa con garbanzos a la noche, pero con un régimen simultáneo de arroz con agua”. Alguna vez flota algo de carne, de burro.
Había otras guerras: la de canciones entre trincheras, como recoge en un gran texto Josep Morera Falcó, si bien no impedían un intercambio de prensa enemiga, del que es testimonio otro grande, un tal Rovira para Diario de Barcelona, quien participa después de comer en un partidillo de fútbol a 500 metros del frente. Y en un contexto en el que “toda confidencia parece una debilidad”, como reconoce en su crónica intimista Manuel Cruells, “de pronto, un golpe seco a mi derecha. Diríais que es una pedrada. Estoy herido. Por encima de los pantalones atraviesa la sangre roja, mientras dejo, al arrastrarme, un rastro sobre la nieve (…) La pierna se me queda fría, insensible”, describe el impacto de un tiro Josep Sapés…
Lo mío no fue un balazo; un manotazo, más bien... Es leyendo todo eso que recuerdo lo de las vacas. ¿Que cómo acabó? Fatal: un reportero gráfico de una agencia que llegó tarde me propuso que, a cambio de cederle fotos, me revelaba el carrete. Un fiasco: lo hizo como si fuera de profesional, en blanco y negro, pero el carrete familiar era en color y, claro, no se salvó ni una.
Sería aquel el primer gran chasco del oficio. Con los años, hoy cada párpado está lastrado por quilos de decepciones profesionales. Ya sólo espero que Hathor cumpla: cuando el largo proceso de momificación acababa, con la cálida y gran superficie de su lengua despertaba al difunto a la nueva vida. Pero en mi caso ya no sé si quiero que sea para gozar de otros tiempos periodísticos o para, definitivamente, despertarme en otro mundo.

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