lunes, 27 de noviembre de 2017

EL CANTO DE LOS ÁRBOLES ▲ Los secretos del abeto de navidad | Cultura | EL PAÍS

Los secretos del abeto de navidad | Cultura | EL PAÍS

Los secretos del abeto de navidad

Un ensayo descubre los sonidos y las sorprendentes reacciones de los árboles

Pseudotsuga menziesii, comúnmente llamado abeto de Douglas. rn

Pseudotsuga menziesii, comúnmente llamado abeto de Douglas.   (GETTY)



Algunas reacciones vegetales afectan al largo plazo, como el crecimiento hacia la luz o el de las raíces hacia la tierra fértil. La arquitectura vegetal no es un asunto azaroso, sino el resultado de una evaluación y un ajuste constantes a medida que cambian las condiciones. Las ramitas perciben la luminosidad de su ubicación particular en el árbol y crecen en consecuencia. En la sombra crecen abanicos de agujas en un abeto de Navidad para maximizar la exposición a la escasa luz solar, pero cuando hace mucho sol las agujas se curvan hacia arriba tanto para recoger la luz como para dar la mínima sombra posible a las agujas de abajo. Las ramas se destacan verticalmente de las ramas de los alrededores, con lo que evitan la sombra y se estiran hacia la luz.
Otras reacciones solo duran unos minutos. La superficie superior de una aguja de abeto es un suelo encerado, un lustre verde ininterrumpido. Debajo, dos líneas plateadas discurren longitudinalmente por la aguja. Visto con una lupa, el manchón plateado se descompone en una docena de hileras, rectas como plantaciones de trigo, cientos de puntos blancos y brillantes en un fondo verde. Estos puntos son poros, cada uno surgido del espacio entre dos células curvadas. Las células reúnen información sobre el estado del entorno interno de la aguja, y luego abren o cierran los poros para acoger gases o liberar vapor de agua. Cada célula del interior de la aguja evalúa y toma decisiones parecidas, y manda y recibe señales, modulando su comportamiento a medida que aprende sobre su entorno y reacciona ante él.
Cuando esos procesos discurren por los nervios de los animales, los llamamos “comportamiento” y “pensamiento”. Si ampliamos la definición y abandonamos el requisito arbitrario de tener nervios, entonces el abeto de Navidad es una criatura que se comporta y piensa. De hecho, las proteínas que los vertebrados utilizamos para crear los gradientes eléctricos que animan nuestros nervios están estrechamente vinculados con las proteínas de las células vegetales, que provocan una excitación eléctrica similar. Las señales en las células vegetales electrizadas son lánguidas: tardan un minuto o más en recorrer la longitud de una hoja —una lentitud 20.000 veces superior a los impulsos nerviosos de una extremidad humana—, pero cumplen una función similar a los nervios humanos, porque utilizan impulsos de carga eléctrica para que una parte de una planta se comunique con otra. Las plantas no tienen un cerebro que coordine esas señales, de modo que el pensamiento vegetal es difuso, localizado en las conexiones entre las células.
El abeto de Navidad también tiene memoria. Si las orugas o los alces americanos les mordisquean las agujas, el ataque se aloja en la estructura química del árbol, igual que sucede en las neuronas de un pájaro carbonero, que cambia después de escaparse por los pelos de un depredador. El crecimiento posterior del árbol se defiende con más ahínco con resinas de sabor desagradable, como un pájaro que se vuelve nervioso tras una mala experiencia con un halcón. El abeto también recuerda la temperatura ambiente durante casi un año, y ese recuerdo le ayuda a saber cuándo acondicionar sus células para el invierno. Los recuerdos vegetales pueden atravesar generaciones, ya que los vástagos de padres estresados heredan una mayor capacidad de generar diversidad genética cuando se reproducen, aunque la generación siguiente viva en condiciones favorables. Solo entendemos a medias cómo guardan esos recuerdos las plantas. A juzgar por unos experimentos con berros, parece que parte de la responsabilidad puede recaer en unos cambios que sufren las proteínas que envuelven el ADN. Haciendo una lazada estrecha o suelta con el ADN, las plantas pueden guardar información sobre qué genes serán más útiles en el futuro. De este modo captamos la memoria vegetal en la arquitectura bioquímica.
Los secretos del abeto de navidad
Las raíces y las ramitas tienen recuerdos de luz, gravedad, calor y minerales. Darwin descubrió algunas de estas capacidades al rotar unas raíces jóvenes de legumbres y mostrar que se acordaban de su orientación anterior durante muchas horas. Comparó el comportamiento de las raíces con el de un animal sin cabeza, con la memoria impregnada en el cuerpo. Desconocemos si el abeto de Navidad tiene exactamente las mismas capacidades que las legumbres y los berros, pero el árbol posee las mismas redes internas químicas y celulares que estas especies crecidas en el laboratorio.
Parte de la inteligencia de una planta existe no dentro de su cuerpo sino en relación con otras especies. Las puntas de las raíces, en especial, conversan con especies de toda la comunidad de los seres vivos, especialmente con bacterias y hongos. Estos intercambios químicos sitúan la toma de decisiones en la comunidad ecológica y no en una especie concreta. Las bacterias producen pequeñas moléculas que sirven de señales, lo que permite que las células tomen decisiones colectivas. Estas mismas moléculas son absorbidas por las células de la raíz, donde se combinan con sustancias químicas de las plantas para favorecer el crecimiento, y regular la arquitectura de las raíces.
Estas también dejan su huella en las bacterias y les proporcionan azúcares que a la vez nutren a las bacterias y ponen en marcha sus genes. Este halo de alimento y señales químicas alentadoras hace que las bacterias se agrupen alrededor de la raíz en capas que parecen de gel. Una vez fijada, la capa bacteriana defiende la raíz contra los ataques externos, la protege de cambios en las concentraciones de sal y estimula su crecimiento.
Las raíces conversan con los hongos y mandan señales químicas a través de la tierra. Al recibir el mensaje, los hongos simbióticos crecen hacia la raíz y responden con su propio flujo químico. Luego la raíz y el hongo modifican las superficies de sus membranas celulares para permitir un contacto más íntimo. Si las señales químicas y el crecimiento celular ocurren en la secuencia correcta, la raíz y el hongo se enredan y empiezan un intercambio de azúcares y minerales. Además de alimento, la quimera resultante pasa información de una planta a otra en forma de señales químicas que viajan a través del hongo. Estas moléculas llevan mensajes sobre ataques de insectos y sequedad de la tierra, las causas de estrés vegetal. La tierra es por tanto como un mercado al aire libre. Las raíces se reúnen para intercambiar alimentos, y de paso también se enteran de las noticias del barrio.
Casi el 90% de todas las especies vegetales establece uniones subterráneas con hongos. Nuestra vista por tanto solo nos cuenta una parte de la verdad cuando miramos un bosque, una pradera o un frondoso parque urbano. El verdor de las plantas que vemos solo es una parte de la red que convierte a la comunidad en una realidad.
Fragmento de ‘Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza’, libro del profesor y divulgador David George Haskell, que publica Turner el 27 de noviembre.
Traducción de Guillem Usandizaga.

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