martes, 7 de noviembre de 2017

DE PANALES || Enjambre | Cultura | EL PAÍS

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Enjambre

En la obra del pintor Sergio Sanz palpitan minúsculas partículas vegetales como una prolongación de la visión de lo intangible



'Intramuros. Meditación' (2017), obra del pintor Sergio Sanz.

'Intramuros. Meditación' (2017), obra del pintor Sergio Sanz.



Imagina Laura J. Snyder (Nueva York, 1964) en su libro El ojo del observador, Johannes Vermeer, Antoni van Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada(Acantilado), la sorpresa que tuvo el segundo de los citados, cierto día de agosto de 1674, en la ciudad holandesa de Delft, cuando, queriendo desentrañar la belleza iridiscente de una pura gota de agua, mediante una lente pulida por él mismo con insólito poder aumentativo, descubrió el inesperado enjambre de bichejos minúsculos, nunca antes vistos, que en ella pululaban. En ese momento, el sagaz óptico se percató de la visión de lo microscópico, que no solo fue una inesperada revelación, sino que, en efecto, transformó nuestra mirada. A su vez, casi simultáneamente, y en ese mismo centro urbano, el pintor Vermeer hizo otro tanto al atomizar la luz que cimbrea el color.
Mientras leía este ensayo de divulgación, en el que la autora citada intercala las biografías de este par de vecinos contemporáneos implicados en la semejante tarea de observar o materializar los entresijos de un mundo hasta entonces invisible, visité la exposición titulada Lugares (Galería Marlborough), del pintor español Sergio Sanz (Santander, 1964), precisamente nacido el mismo año que la escritora estadounidense. En esta muestra palpita la purulencia de minúsculas partículas vegetales danzarinas, como una impremeditada prolongación de esta ya acendrada visión de lo intangible. Sanz, sin embargo, bascula, dentro de esa misma precisa lente, entre la “gravedad y la gracia”, por emplear esa bella metáfora existencial de la pensadora Simone Weil, superponiendo en sí mismo las aportaciones del físico y del metafísico holandeses de antaño, justo allí donde se hallan entremezclados la talla material de lo mineral y la leve caricia de lo orgánico como el haz y el envés de un mismo proceso. En esta senda pictórica, además de Vermeer, han estado implicados otros maestros como Seurat o Klee, este último incluso aludiendo en sus Diarios a la dialéctica entre el cristal y la sangre.
Porque, en los cuadros de Sanz, junto al grácil aleteo de las partículas hay también robustos roquedales y quebradas de caprichosas formas de inspiración hipnagógica, robadas al sueño, ese otro pozo de inescrutable hondura, donde se configura el mapa antropológico de nuestro ancestral origen. La mirada precisa se transforma entonces en la melopea del aurúspice visionario. En este extraño paisaje alucinado se encuentran los volátiles microorganismos con la rotunda masa compacta de lo monumental, porque se interpretan y mutuamente se alumbran. Como lo hacen la ciencia y el arte auténticos con su inagotable cauce de preguntas sin respuesta, ahuyentando así las odiosas simplificaciones que exige la utilidad.
Se entusiasma Snyder con las inesperadas convergencias entre los métodos de observación y de representación de Van Leeuwenhoek y de Vermeer, cuya perspicaz forma de mirar nos revelaron respectivamente nuevos aspectos de nuestro antiquísimo mundo. Para estos hallazgos, en cualquier caso, es imprescindible, como apuntó Karl Kraus, “limpiar los ojos”. Porque solo mediante una tal transparencia ocular lo que vemos adquiere una altura visionaria: una minúscula gota de agua contiene en sí misma la secreta clave del cosmos.

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