jueves, 20 de julio de 2017

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El renacimiento en la tradición budista 

Puede decirse que el budismo es único, por la importancia que concede a la comprensión del nacimiento, la muerte y el paso a la existencia siguiente, o en otras palabras, la reencarnación (punarbhava), como se denomina al conjunto de estos tres fenómenos.

La mayoría de los occidentales piensan que la reencarnación es una creencia popular asiática, según la cual las personas nacen una y otra vez, de acuerdo con la ley del karma. Aunque tal idea es en esencia correcta, pasa por alto otros dos aspectos primordiales de la doctrina: en primer lugar, el hecho de que la reencarnación ocurre entre una y otra vida, pero también opera constantemente en la vida ordinaria; en segundo lugar, que la reencarnación ocurre de manera distinta en el caso de la gente común y en el de los Lamas Tulkus etc.

De esta forma, en el presente trabajo examinamos estas importantes dimensiones de la teoría budista de la reencarnación, a saber, el tránsito de una vida a la siguiente entre la gente común y en el contexto de la vida ordinaria, y la forma en que ocurre entre los Lamas.

Es bien sabido que el budismo suele adoptar una actitud práctica frente a los asuntos religiosos, lo cual también es cierto en el caso de la reencarnación.

El budismo no sólo teoriza sobre estos fenómenos, sino que también los examina de manera experimental. Esta exploración es posible mediante diversas técnicas de meditación que hacen que la mente sea cada vez más sensible y amplían su capacidad de percepción más allá de los límites de conciencia de una persona normal. Gracias a ello, los meditadores budistas han aprendido e inferido muchas cosas sobre la muerte y el renacimiento que no son asequibles a la medición científica y a los tipos de comprobación colectivos y estandarizados que ésta ofrece.

El budismo, como otras religiones, se interesa por la muerte y el renacimiento no sólo para beneficio de los agonizantes y los muertos, sino también para ayudar a los vivos. Las enseñanzas budistas sobre la muerte y el renacimiento se han aplicado tradicionalmente para instruir a los moribundos, ayudar a que los deudos comprendan y acepten la muerte de la persona amada, e incluso para auxiliar a la persona fallecida en la continuación de su viaje. Asimismo, las enseñanzas incluyen prácticas de meditación que la gente debe cultivar a fin de prepararse para su propia muerte, pero también para investigar los fundamentos mismos de la mente. En el Tibet, por ejemplo, una práctica avanzada consistía en una meditación que reproducía la experiencia de la disolución psicológica que ocurre al momento de la muerte. Al atravesar de manera consciente ese territorio desconocido y aterrador, el meditador podía ir más allá de la conciencia condicionada y entrar en contacto con ese núcleo incondicionado, radiante y libre de obstrucciones de la mente.

Renacimiento ordinario: muerte y reencarnación en vidas sucesivas

De acuerdo con el budismo, cuando el cuerpo físico muere, nuestra mente –que es, de hecho, una forma más sutil de la conciencia– se separa de él. En vida, la conciencia es modelada y condicionada por las tendencias kármicas que la persona ha acumulado a lo largo de incontables vidas y, al morir, la conciencia sutil lleva consigo dichas tendencias, en su tránsito hacia el renacimiento. Durante el proceso de la muerte, luego de la extinción sucesiva de los sentidos, la conciencia se retira a su lugar de reposo, en el centro del corazón. En el caso de una persona común, la percepción consciente disminuye en forma gradual y al momento de morir le sobreviene una pérdida de conciencia, similar a la que experimentamos cuando nos quedamos dormidos. Pasado algún un tiempo despertamos, pero en un principio no nos percatamos de que hemos muerto, hasta que, según dicen los textos, ciertas experiencias nos revelan lo que ha ocurrido: cuando tratamos de hablar con nuestros familiares o amigos, ellos no perciben nuestra presencia ni escuchan nuestras palabras; si nos paramos frente al sol, no proyectamos sombra alguna; si caminamos sobre la arena, no dejamos huellas. Finalmente, nos damos cuenta de que nos hemos separado de la vida, que hemos muerto.

Entonces sigue un estado posterior a la muerte, que puede ser breve o muy prolongado. Según la tradición tibetana, con la muerte se inicia un periodo que dura 49 días, durante los cuales existimos en el bardo, el estado intermedio entre la muerte y el renacimiento. Es una existencia puramente mental; la conciencia no tiene sino un cuerpo muy sutil, creado por la mente. En ese estado seguimos teniendo experiencias, pero, al no estar sustentadas en la existencia física, son extraordinariamente vívidas, extrañas y atemorizantes. La conciencia ordinaria ansía con desesperación hallar una nueva encarnación física, reafirmar su existencia, para lo cual busca aquello que le es familiar o, en otras palabras, el mismo tipo de situación que tenía cuando murió. En términos budistas, intenta ligarse a una situación que coincida con su estado kármico al momento de morir.

En su búsqueda de un cuerpo y un entorno que le sean familiares, la conciencia es atraída por un hombre y una mujer cuya unión pueda ofrecerla la continuidad kármica que ansía. Según el budismo, la concepción ocurre cuando, por una parte, una mujer puede quedar embarazada y, por la otra, una conciencia busca la situación kármica que surgirá a partir de esa concepción. Cuando esas condiciones concurren, la “fertilización” tiene lugar, la mujer queda encinta y la conciencia encuentra un nuevo hogar.

Pero no todos renacen en cuerpos humanos. El karma acumulado de algunas conciencias las conduce a otros reinos de existencia. En el budismo se conocen seis, todos ellos de naturaleza samsárica y condicionados por el karma, pero diferentes por la cantidad relativa de sufrimiento o felicidad que se vive en cada uno de ellos. Se dividen en tres reinos inferiores: el de los seres infernales, el de los espíritus hambrientos y el de los animales, y tres reinos superiores: el de los humanos, el de los semidioses y el de los dioses.

De los tres inferiores, el más bajo es el reino de los infiernos del calor ardiente y el frío gélido (naraka), que se caracteriza por un entorno en extremo agresivo y doloroso. Las conciencias cuyo karma ha sido generado por la ira y agresión incontroladas y por el daño ocasionado a otros seres renacen en el reino de los infiernos, el cual corresponde a ese estado mental. Arriba de éste se encuentra el reino de los espíritus hambrientos (preta), que sufren un sentimiento constante de miseria física y psicológica, y padecen una sensación intensa de hambre y sed. El karma que genera una vida basada en el deseo, la avaricia y la ambición, y que sólo ve en los demás un medio para lograr sus fines conduce al renacimiento en este lugar. También renacen aquí las conciencias de las personas cuya vida fue interrumpida prematuramente y no pudieron desprenderse de su apego a ella. Estos espíritus merodean entre los vivos durante muchos años, o incluso siglos, y frecuentan los sitios que conocieron, tratando de ponerse en contacto con los vivos y de saciar su sensación de insatisfacción.

El reino superior de los tres inferiores es el de los animales, caracterizado por la ignorancia y las conductas fijas. Las conciencias que nacen aquí son aquellas que en otras vidas se comportaron de manera torpe y necia, y que voluntariamente ignoraron todo lo que fuera ajeno a su rutina, con lo que causaron daño a otros o ignoraron sus necesidades. En los tres reinos inferiores lo que predomina es el sufrimiento, mientras que en los tres superiores hay menos dolor y más felicidad. El reino inmediato superior al de los animales es el de los humanos (manusya), en el que se vive un equilibrio relativo de sufrimiento y felicidad. El reino humano es el más propicio para lograr la iluminación y sólo en él puede alcanzarse el estado de un Buda. La ventaja del reino humano es que en los dos superiores la felicidad es tal que los seres no encuentran la motivación para cambiar su situación, mientras que en los inferiores el sufrimiento es tanto que los seres no son capaces de distanciarse lo suficiente de él para aprender de sus experiencias y cambiar. Sólo en el reino humano se sufre lo necesario para que surja la motivación de buscar el desarrollo espiritual, pero no a tal punto que las personas sean completamente abatidas por el dolor.

Por arriba del reino humano se encuentran los reinos de los dioses (deva) y de los semidioses (asura), en los que la felicidad es muy grande y el lapso de vida sumamente extenso. Renacer en estos dos reinos superiores es el resultado de la amabilidad y generosidad practicadas en vidas anteriores. Sin embargo, pese a lo positivo de su existencia, los seres de estos dos reinos viven aún inmersos en el samsara, pues el apego a su situación produce semillas kármicas que tarde o temprano los harán caer.

Renacimiento ordinario de un instante al otro, en el lapso de una vida

La doctrina de la reencarnación en cuanto al tránsito de una vida a otra está relacionada con una concepción más sutil, según la cual la reencarnación tiene lugar dentro de las funciones mismas de la mente. El budismo enseña que el concepto de un “yo” sólido y continuo no proviene de la realidad, sino que es una idea que imponemos a nuestra experiencia fundamental de transitoriedad y discontinuidad. Sin embargo, nos aferramos a la existencia de un “yo” porque ansiamos ser, existir, continuar, ser cada vez más, obtener poder y control, nunca cesar, nunca morir. La oposición entre nuestro afán de querer ver un “yo” sólido y el hecho real de que éste no existe es lo que produce el sufrimiento continuo de la existencia humana. Cuando la realidad no es lo que deseamos y nos empecinamos en que así sea, lo que resulta es sufrimiento. Mientras más negamos lo que en verdad experimentamos, más intenso es nuestro dolor; mientras más luchamos, más egocéntricos, neuróticos, indiferentes a los otros y perversos nos volvemos.

No obstante, la vivencia de la impermanencia y la discontinuidad que todos experimentamos, por subliminal que sea, revela la percepción de una inteligencia excepcionalmente clara. Es esta inteligencia, inherente a todos los seres, la que percibe las cosas tal como éstas son (yathabhutam). Esta percepción o inteligencia es anterior al ego y es lo que se llama la naturaleza búdica (buddha-gotra), fundamental a todo ser humano. Por el contrario, la creencia en un “yo” permanente es contingente, incidental y relativamente superficial. Puede velar en mayor o menor grado la naturaleza búdica, pero no puede destruirla, dañarla o siquiera empañarla. Por mucho que nos esforcemos en negar lo que es verdad (que no existe un “yo”) e insistamos en lo que no lo es (que existe), nunca tendremos éxito del todo. Mientras más neurótica sea nuestra actitud a este respecto, más deberemos luchar para defender nuestra ilusión y más daño haremos a otros como resultado de ello.

Según el budismo, la concepción convencional de la muerte está inseparablemente ligada a la idea de un “yo”, pues presupone la idea de algo que hoy realmente existe y que, en algún momento, dejará de existir. Si bien, para nosotros la muerte significa la extinción del “yo” que consideramos ser, en realidad eso ocurre de manera constante, en cada momento de la existencia. La idea del “yo” (y el “yo” no es otra cosa que una idea), como el resto de nuestros conceptos, nace, vive transitoriamente y desaparece. En otras palabras, esa muerte del “yo” que tanto tememos es parte integral y constante de nuestra experiencia. Sin embargo, no nos percatamos de ello debido a nuestro miedo a la no existencia, a nuestra obstinada ignorancia, y a la inercia de nuestras estrategias de evasión, conocidas como karma, que hemos desarrollado a lo largo de vidas incontables. Pero, como lo mencionamos antes, todos estamos subliminalmente conscientes de la muerte constante del “yo”, a cada momento, y es esto lo que nos produce tanto miedo a la muerte física.

Así, cada instante de vida lleva en sí la muerte de nuestro amado “yo”, muerte que es seguida por un renacimiento –determinado por la ignorancia y las formaciones kármicas–, de otra “encarnación”, por así decirlo, de la idea del “yo”. Este proceso continuo de muerte y renacimiento, según el budismo, no difiere en esencia del proceso que ocurre cuando morimos físicamente y renacemos. El proceso es exactamente igual, salvo que en la muerte y renacimiento de instante a instante tomamos el mismo organismo físico como base de nuestro concepto del “yo” (nuestro cuerpo físico en esta vida), mientras que, al morir físicamente, debemos buscar otro soporte físico, otro cuerpo.

Pero, aún queda una pregunta importante sin responder. ¿Si no existe un “yo” permanente, qué produce la continuidad de un momento al otro y de una vida a la siguiente? Como es obvio, existe cierto tipo de continuidad: nadie se convierte en una persona completamente distinta a cada momento, y el budismo insiste en la continuidad kármica entre las vidas sucesivas. Dicho de manera simple, lo que renace una y otra vez no es otra cosa que una idea, la idea del “yo”; es la creencia arraigada que tiene cada persona de que él o ella es una entidad substancial y continua, la cual persiste al ignorar la realidad de las cosas. Esta ignorancia tiene como base ciertos patrones de evasión, que permanecen de un instante al otro y de una vida a la otra. Pero tal permanencia es una ilusión, no una realidad substancial. Cada momento de ilusión condiciona y da lugar al siguiente momento de ilusión, que tendrá la misma estructura. Sin embargo, entre un instante y otro hay una lapso, en el cual la idea ilusoria del yo podría ser desterrada. La sucesión de esas ideas sobre el yo, discontinuas pero kármicamente ligadas, se llama “flujo de vida” (samtana en sánscrito, gyü en tibetano). El flujo de vida lleva consigo todos los efectos de las acciones pasadas y, por la ignorancia, éstas dan lugar a una serie incesante de renacimientos. Cada nacimiento de la conciencia está condicionado por los nacimientos anteriores y, a su vez, determina las condiciones del siguiente nacimiento.

No obstante, una vez que el velo de la ignorancia cae tras la experiencia de la iluminación, el flujo de vida cesa. Ciertamente, la persona iluminada seguirá viviendo hasta que la inercia kármica de su existencia física se agote, pero una vez que muera no volverá a renacer. La idea del “yo”, basada en la ignorancia, se habrá desvanecido con la iluminación y, sin tal idea, no hay renacimiento. Es interesante que, en esas personas, incluso la “reencarnación” de instante a instante no opera como lo hace en la gente común. Esto lo ilustran las biografías de los grandes maestros realizados, en las que suele describírseles como imprevisibles y sin esa continuidad de la personalidad que la mayoría de nosotros atribuye a la individualidad.

Reencarnación extraordinaria: los tulkus o lamas encarnados

El renacimiento en alguno de los seis reinos por lo general ocurre como resultado de la fuerza ciega del karma, que genera la compulsión irrefrenable de recuperar el territorio del ego. Sin embargo, algunas personas renacen en los seis reinos por una motivación diferente. Son individuos que, mediante la práctica espiritual, han logrado una gran realización. En estas personas la inercia kármica que lleva al renacimiento en el samsara se ha agotado total o casi totalmente y, a menos que hubiera algún otro motivo, dejarían de renacer.

El budismo enseña que la comprensión de la realidad siempre va acompañada de la compasión. A medida que se vislumbra la sabiduría, cada vez con más claridad, surge un sentimiento más profundo de afecto y bondad hacia los otros seres, y el desarrollo de la compasión lleva de manera natural a la aspiración de ayudar a los seres sensibles que aún están atrapados en el ciclo del nacimiento y la muerte. Los practicantes del budismo Mahayana obedecen a esta aspiración, al tomar el voto del bodhisattva de continuar renaciendo en el samsara hasta que todos los seres hayan alcanzado la iluminación. En los bodhisattvas más avanzados, dicho voto los hace seguir renaciendo en los seis reinos, aun mucho después de que su compulsión egóica de renacer ha cesado. Dado que el apego a la idea del ego ya no constituye el “pegamento” que mantiene unido el “flujo de vida” del bodhisattva, debe ser otra fuerza la que cumpla esa función: es la aspiración y el voto del bodhisattva lo que mantiene unida la fuerza de la vida en una continuidad y lo que le permite a él o ella seguir renaciendo.

Antes de su iluminación, el Buddha Shakyamuni era un bodhisattva con ese alto nivel de realización y, a partir de él, ha habido innumerables personas realizadas que también han decidido renacer motivadas por la compasión. Algunas han sido budistas, otras no. Dentro del budismo, los bodhisattvas renacidos han sido a menudo identificados y, en ocasiones, incluso formalmente reconocidos. En la India, por ejemplo, se consideraba que los grandes santos tántricos (siddhas) con frecuencia eran este tipo de reencarnaciones (nirmanakaya) y surgió el concepto de linajes formalmente reconocidos de encarnaciones sucesivas del mismo santo. En otras palabras, el santo moría, renacía y se le reconocía como la reencarnación del maestro fallecido. Giuseppe Tucci menciona el caso del gran siddha (gran adepto tántrico) Nagarjuna, como ejemplo. El concepto de un linaje reconocido de encarnaciones sucesivas de un santo se desarrolló aún más en el Tibet, en la tradición de los tulkus o lamas encarnados. Es conveniente examinar esta tradición con más detalle, pues es un ejemplo primordial del concepto budista de la reencarnación en los santos.

En la tradición Mahayana del Tibet, cuando una persona santa moría, se creía que, por su voto de bodhisattva, renacería en el mismo lugar o cerca del país para seguir trabajando en beneficio de todos los seres sensibles. Después de pasado cierto tiempo de su fallecimiento, iniciaban la búsqueda para encontrar su reencarnación. Una vez encontrado, el niño –en ocasiones de apenas dieciocho meses de edad– era reconocido oficialmente. Si, como a menudo sucedía, su predecesor había sido abad de un monasterio o grupo de monasterios, se le instalaba de nuevo en su antigua posición y se le educaba para que, cuando alcanzara la mayoría de edad, asumiera plenamente las responsabilidades de su encarnación anterior.

La palabra tibetana tulku (drul-ku, o nirmanakaya en sánscrito) está formada de dos partes: ku (kaya en sánscrito) y tul (drul; nirmana en sánscrito). Ku es el término honorífico para un “cuerpo”, referido no a un cuerpo ordinario, sino a uno puro, libre de ignorancia y neurosis. Tul designa algo que es creado o modelado. Así, el término tulku o su correspondiente sánscrito, nirmanakaya, denota un ser físico que ha alcanzado la realización total y, estrictamente hablando, se refiere a la encarnación humana de un buda totalmente iluminado. Por otra parte, la tradición tibetana reconoce varios niveles de tulkus. Sólo los pocos que se encuentran en la categoría más alta se considera que han logrado la iluminación (aunque, incluso para ellos, la iluminación cósmica de un buda se encuentra aún muy lejos).

El primer capítulo de la vida de un tulku sumamente realizado inicia, de hecho, con la muerte y la existencia después de la muerte de su encarnación anterior. A diferencia de una persona común, cuando muere un bodhisattva de gran realización no pierde la conciencia, sino que permanece en un estado de paz y lucidez, en el cual las experiencias del bardo no se viven como amenazas, sino como manifestaciones de la energía del ser. Al no sentir la compulsión de renacer por el terror o el deseo, sino llevado por su compasión hacia todos los seres sensibles, el bodhisattva de gran realización puede elegir la situación en la que haya de proseguir su labor de ayudar a todos los seres sintientes. Dado que, en el budismo tibetano, los tulkus desempeñan un papel central en la organización y la vida espiritual de la comunidad monástica y de sus relaciones con los laicos, la localización de su encarnación se considera de capital importancia. El reconocimiento de los tulkus se lleva a cabo mediante un proceso multifacético. La parte más importante de éste es la intuición de un gran guru, un maestro que posee una percepción libre de obstrucciones y que, en ocasiones, conoció a la encarnación anterior, por lo que, con solo mirar al niño, puede decir si es la auténtica reencarnación. La intuición también puede manifestarse a través de visiones o sueños.

Algunas veces, los responsables de reconocer a los tulkus acuden a lugares sagrados en busca de tales visiones. Uno de estos lugares era el lago Lamoi Lhato, cerca de Lhasa, famoso porque en él se obtenían diversos tipos de visiones y guía espiritual. Por ejemplo, para el reconocimiento de Su Santidad, el decimocuarto Dalai Lama, el regente viajó a ese lago y, durante su meditación, tuvo una visión decisiva, que le permitió encontrar al nuevo Dalai Lama.

Las intuiciones, sueños y visiones de los grandes gurus constituyen la parte central del proceso de reconocimiento de las reencarnaciones, pero también otros factores ofrecen indicios y confirmaciones importantes. En ocasiones, los fenómenos que rodearon la muerte de la encarnación anterior brindan pistas iniciales sobre dónde buscar a la nueva encarnación; otras veces, la identificación de los tulkus es facilitada por las indicaciones que deja un maestro antes de morir. Por ejemplo, entre los más altos miembros de la orden principal de encarnaciones de Karmapa, es tradicional que el maestro que va a fallecer deje una carta en la que, a veces, revela información muy precisa sobre la identidad que tendrá en su próxima encarnación y sobre cómo puede ser hallado.

Asimismo, los padres de una encarnación pueden ofrecer indicios importantes. Se dice que cuando la conciencia de un tulku entra en el vientre de su futura madre ocurren fenómenos inusuales. Por ello, a la madre de un niño que se cree puede ser un tulku se le pregunta si experimentó algo excepcional en el momento de la concepción de su hijo. Así, por ejemplo, una pastora humilde del este del Tibet, que fue madre de un tulku, manifestó que el día de la concepción había soñado que un ser entraba en su cuerpo, como un rayo de luz.

También se dice que cuando un tulku nace ocurren fenómenos inusitados, por lo que los padres, parientes y vecinos de la aldea anotan cualquier suceso extraño que hayan presenciado durante el nacimiento del posible tulku. Pueden ocurrir fenómenos como la floración de las plantas fuera de estación, la aparición de un arcoiris en el cielo, la transformación de la leche en agua, o que los parientes tengan sueños inusuales.

En sus primeros años de vida, los pequeños tulkus suelen mostrar conductas poco comunes, como reconocer y mostrar afecto por los amigos y discípulos de su encarnación anterior; saber, sin haber sido enseñados, cómo se realizan ciertos actos rituales y tradicionales; o permanecer sentados y sin hablar durante largos periodos. Quienes deben establecer la autenticidad de un tulku tienen que indagar si hubo ese tipo de fenómenos.

Una vez que existe cierta certeza de que se ha localizado a una encarnación, la persona es sometida a diversas pruebas para determinar si es capaz de identificar correctamente los objetos que pertenecían a su encarnación anterior. Chögyam Trungpa Rinpoché platicaba la forma en que había sido puesto a prueba, a los dieciocho meses de edad: “Pusieron frente a mí pares de objetos iguales y, en cada ocasión, elegí el que había pertenecido al décimo tulku Trungpa; entre ellos había dos bastones y dos rosarios; también había pequeños pedazos de papel con nombres escritos en ellos y, cuando me preguntaron en cuál de ellos estaba escrito su nombre, escogí el correcto.”

De manera similar, al futuro decimocuarto Dalai Lama se le mostraron dos rosarios negros, dos rosarios amarillos, dos tambores rituales y dos bastones. Uno de cada par había pertenecido al Dalai Lama anterior y, sin fallar, el pequeño niño eligió los objetos correctos.

Una vez reconocido, el nuevo tulku por lo general es llevado a su monasterio, junto con su madre, si es demasiado pequeño. Ahí recibe varios tipos de entrenamiento. Se nos ha dicho que, en el caso de tulkus excepcionalmente realizados, el proceso de enseñanza a veces se asemeja más a un mero acto de recordar algo ya conocido, que al aprendizaje de algo nuevo. El Dalai Lama, relató que, cuando tomó el rosario y el tambor ritual de su encarnación anterior, de inmediato se colgó el rosario en el cuello y empezó a tocar el tambor, haciendo ambas cosas de la manera prescrita. También afirma que, en ocasiones, los pequeños tulkus son capaces de cantar textos que no habían aprendido antes, al menos en su vida presente. Asimismo, Trungpa Rinpoché relataba que, cuando llegó el momento de que aprendiera el alfabeto tibetano, pudo dominarlo por completo en una sola lección.

En el contexto budista, este tipo de fenómenos se consideran manifestaciones naturales de la claridad y conciencia que conservan los tulkus a lo largo de las experiencias de la muerte, el estado intermedio y el renacimiento. La gente común podría tener recuerdos similares de sus vidas previas, salvo que la muerte y el proceso sucesivo que lleva al renacimiento se experimentan como terroríficos y traumáticos, por lo que se bloquea el recuerdo de la existencia anterior.

Thuk Je Che Tibet


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