sábado, 10 de junio de 2017

LETRAS EN LA DUCHA || La mejor mitad del cielo | Babelia | EL PAÍS

La mejor mitad del cielo | Babelia | EL PAÍS

La mejor mitad del cielo

En este país se han abierto de par en par, y definitivamente, las puertas del vetusto armario ropero que permanecían entornadas a los textos de mujeres novelistas

Maria Rosaria Omaggio en 'La Lozana andaluza' (1976), de Vicente Escrivá.



Maria Rosaria Omaggio en 'La Lozana andaluza' (1976), de Vicente Escrivá.



1. Curiosidades
¿Es usted una de las improbables lectoras de este receptáculo obsceno y semanal de mis preferencias, manías y prejuicios literarios y librescos? Si así fuera, amiga desconocida, no entiendo qué está haciendo ahí, leyendo esto, en lugar de estar frente a su pantalla o delante de su libreta escribiendo una novela. Y es que últimamente es como si en este país se hubieran abierto de par en par, y definitivamente, las puertas del vetusto armario ropero que permanecían entornadas a los textos de mujeres novelistas. Miren a su alrededor, tanto en las librerías de proximidad como en las grandes superficies; ojeen las páginas web y hojeen los catálogos de los tres o cuatro grandes grupos plurinacionales que controlan la parte mollar de la tarta de la edición de ficción: la nómina de escritoras no cesa de crecer. Desde hace tiempo, sellos pequeños y grandes, enormes y diminutos se han puesto en modo de “publicar a chicas”. Pero que nadie se engañe: nada ocurre porque sí. En primer lugar, ya hace mucho que hasta el más obtuso de los mánager se ha dado cuenta (y eso que siguen faltando estadísticas periódicas fiables de hábitos de lectura) de que ellas son las que más compran y leen, al menos novelas. La evidencia corre pareja a la lenta —pero imparable desde los ochenta— ocupación de los puestos directivos editoriales (y, en menor medida, gerenciales) por un ejército de mujeres jóvenes, listas, cultas, curtidas en un oficio en el que empezaron desde abajo, imaginativas y, según es notorio, mejor dotadas para bregar con los floridos egos de los autores y con las exigencias de sus agentes (un territorio tradicionalmente controlado por mujeres). En ese feminizado ecosistema, escritoras de cuatro o cinco grupos de edad, tan diferentes y plurales en talento, calidad e interés como sus colegas masculinos, despliegan cada semana su carga de novedades, que posteriormente será aventada por el boca a boca de las lectoras y a través del vastísimo complejo de las redes sociales, donde blogueras y youtubers (género epiceno) crean o roen reputaciones. En ese dilatado universo, ahora mucho más rico y plural, una de las cosas que aún se echan en falta es que la otra mitad se ponga a la altura de las circunstancias y abandone los ancestrales prejuicios y perezas de género. Y es que da la impresión de que —salvo para la docena anual de libros escritos por mujeres que llegan a la cúspide del ranking— los lectores varones todavía muestran escasa sensibilidad y aún menor curiosidad; y ello a pesar de que en los medios más serios va mejorando lentamente la proporción de mujeres críticas literarias que llaman la atención sobre la producción literaria femenina. El mayor peligro es la compartimentación de los gustos: novelas que leen los hombres y novelas que leen las mujeres. Se lo conjura con algo tan sencillo —y tan antiguo— como la auténtica curiosidad literaria.
2. Clásicas
Por alguna razón, durante mis paseos por la Feria, exhausto e impaciente ante la mercancía (este año algo más diversificada) que ofrecen las casetas, me viene a la memoria una de las pocas frases del segundo volumen de los Cuadernos negros (Trotta), de Martin Heidegger, con las que me identifico: “Los que han venido demasiado pronto no deben marcharse demasiado tarde”, que es exactamente la misma que pronunciaba mi abuela canaria Popa cuando, finalmente, se largaban las visitas demasiado pesadas y los niños corríamos al salón a aprovisionarnos de las sobras y apurar los posos del whisky (de ahí, supongo, mi afición al Johnnie Walker). Lo recuerdo, quizás, a propósito de las interminables colas de jóvenes que esperan la firma (y el selfie) de autores tan efímeros (en su insultante juventud) como ellos. Contrastan, da alguna manera, con otros autores y libros que han resistido, con diferente fortuna canónica, el paso del tiempo. Déjenme que les recomiende dos éxitos (separados por 457 años) que han resucitado para el mercado durante la Feria. El primero y más antiguo es el Retrato de la lozana andaluza, de Francisco Delicado (Biblioteca Castro: estupenda edición de la siempre audaz y rigurosa Rosa Navarro Durán), una de las más notables e influyentes muestras de la fecunda herencia celestinesca. El estupendo retrato realista y transgresor —en forma de diálogo, como su modelo— de las andanzas, relaciones y trabajos de una de las mejores (y más desinhibidas) putas de la literatura española corre parejo a su condición de documento inexcusable del habla popular (y no solo castellana) y de la degradación social y política de una Roma convertida en Babel licenciosa de la cristiandad y en refugio de judíos expulsados tras la intolerancia de 1481. El otro “clásico” al que me refiero es la muy oportuna reedición de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, en Salamandra, en la traducción de Elsa Mateo que ya habían publicado previamente Seix Barral y más tarde Ediciones B (por cierto: ¿por qué no figura el copyright de la traducción en la página de créditos?). El cuento de la criada es una distopía ambientada en una teocracia totalitaria de Nueva Inglaterra cuyos líderes se han hecho con el poder e implantado una dictadura marcadamente antifemenina. La novela, cuyo “redescubrimiento” internacional en los últimos años tiene mucho que ver con la pérdida de libertades ante los ataques del terrorismo islámico y el ascenso de Donald Trumpa la primera magistratura del Imperio, es una estupenda muestra de “ficción especulativa” (y profética) escrita por mujeres, como ya hacía a su modo en el XVII Margaret Cavendish en El mundo resplandeciente (Siruela). Si aún no han leído la mejor novela de Atwood, no se la pierdan. De nada.

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