martes, 13 de junio de 2017

JAZZ || Música en las manos | Babelia | EL PAÍS

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Música en las manos

Jazz Images reúne retratos únicos de gigantes del jazz realizados por el fotógrafo francés Jean-Pierre Leloir



Stan Getz, retratado por Jean Pierre Leloir.

Stan Getz, retratado por Jean Pierre Leloir.



Hay aniversarios secretos. Hace ahora 60 años, en 1957, en diciembre, dos noches sucesivas, en un estudio de grabación de París, ocurrió un hecho musical inusitado. En una pantalla de cine se proyectaban en silencio las imágenes de una pelícu­la que todavía no estaba terminada de montar, Ascenseur pour l’échafaud. Su director era un muchacho de 25 años, Louis Malle, que estaba haciendo cine por primera vez. Delante de la pantalla, un grupo de músicos hacían algo que tampoco se había intentado nunca hasta entonces. Mientras miraban la película, en una penumbra plateada de blanco y negro, iban improvisando su banda sonora. Una Jeanne Moreau resplandeciente y muy joven aparecía en la pantalla, en primeros planos de ansiedad o deseo, en caminatas nocturnas por un París de letreros luminosos, adoquines y ventanales empañados de cafés que seguía pareciéndose mucho al de las fotos de Brassaï de 20 años antes. Jeanne Moreau estaba fantasmalmente en la película y también estaba en el estudio, detrás de una barra improvisada, repartiendo bebidas entre los músicos, los técnicos de sonido, el personal de la película.
Salvo el batería, Kenny Clarke, que había nacido en 1914, los músicos eran de una juventud más asombrosa todavía en estos tiempos en los que el juvenilismo ostentado o forzoso se prolonga ya hasta al menos los 40 años: René Urtreger, el pianista, tenía 23; el saxo tenor, Barney Wilen, con su cara de niño estudioso en las fotos, acababa de cumplir 20; y Miles Davis, el maestro en plena madurez al que Louis Malle, en un rapto de audacia, le había pedido la banda sonora para su primera película, tenía, ahora nos parece mentira, 31. El día antes, Davis había estado viendo a solas la película y tomando algunas notas. La primera noche de la grabación, después de unas instrucciones breves y crípticas a los otros músicos, más difíciles de entender aún porque tres de ellos eran franceses y él hablaba en susurros, Miles Davis se puso la trompeta en los labios y esperó de pie ante la pantalla a que empezara a proyectarse la película. La música fue surgiendo mientras se deslizaban las imágenes como un sueño en el interior de otro sueño, lenta a veces, insinuada, contemplativa, surgida del silencio, y otras acelerada, entrecortada, música de huida y angustia, de fatalidad, de persecución, de sirenas de policía en la noche.
Leloir amaba a los músicos de jazz y a los poetas de la chansonfrancesa. Sus fotografías son la manifestación de ese amor
Por el estudio, inquieto, igual de joven, con el pelo muy corto, con 26 años, delgado y nervioso como uno de los músicos, rondaba un fotógrafo, Jean Pierre Leloir, que hizo la crónica visual de aquellas dos sesiones. Leloir amaba a los músicos de jazz y a los poetas de la chanson francesa. Sus fotografías son la manifestación de ese amor. Retratan a los músicos mientras actúan en el escenario, en la cercanía estrecha de los clubes, en los interiores siempre desastrados de los teatros y los camerinos; y también en la intimidad, en el desahogo después de la actuación, en la provisionalidad de las habitaciones de hotel, a la plena luz del día en la que esos habitantes de una nocturnidad laboral parecen siempre un poco perdidos y desamparados, mostrando en esa claridad excesiva lo que la penumbra disimula o incluso embellece, la ropa gastada, la fatiga de los viajes incesantes y las giras demasiado largas. Algunos de los mejores retratos de Billie Holiday los tomó Jean Pierre Leloir. La vemos a ella y vemos la adoración juvenil, entre erótica y musical, del aficionado que ve en persona a la figura legendaria. Leloir retrata a Billie Holiday en su esplendor carnal y en su elegancia herida: el escote, la ropa muy ceñida, la gardenia lujuriante en el pelo, el brillo en los ojos, las manchas oscuras en los brazos de yonqui.
Era una edad de oro de la música. Era como si Cervantes y Joyce, como si Velázquez y Manet fueran contemporáneos. En las fotos de Jean Pierre Leloir están los maestros de la generación fundadora del jazz y los de la vanguardia arrebatada de los primeros años sesenta. En París tocaban, en plenitud de facultades, Sidney Bechet y Louis Armstrong, y en un club cercano, la misma noche, podía estar tocando Ornette Coleman. En 1957 faltaban dos años para que Miles Davis completara la obra más celebrada de todas las suyas, Kind of Blue, pero la banda sonora de Ascenseur pour l’échafaud, con su compresión expresiva y su ligereza improvisada como de garabatos de pintura zen, se vuelve más original según van pasando los años. El tiempo le ha agregado una juventud tan perenne como la de la cara de Jeanne Moreau contemplada con atención de amante por la cámara de Louis Malle.
Un libro y un disco me devuelven ahora como si fuera nueva esa música que nunca he dejado de escuchar. Dos coleccionistas y aficionados españoles, Gerardo Cañellas y Jordi Soley, han editado espléndidamente una selección de los retratos de Jean Pierre Leloir —el libro se titula Jazz Images— y han emprendido la publicación de 60 elepés con las portadas originales del fotógrafo.El libro y los elepés tienen idéntico formato. En ese tamaño generoso, las fotos, el diseño gráfico, los textos muestran toda su belleza. Pero no se trata de un adorno ni de un lujo superfluo para fetichistas o nostálgicos. Tener el disco entre las manos y notar su peso, sacarlo de la funda, ya concentra de antemano la atención y la predispone para la escucha. La música no solo llega por los oídos, igual que la pintura no llega solo por los ojos. El cuerpo entero actúa y responde a la obra de arte, visual o sonora. En un buen equipo de música, con un plato de cualidad¿calidad? adecuada, la música inunda físicamente el espacio con una inmediatez de presencia verdadera, con una precisión que alude al tacto tanto como al oído. Las escobillas corren como un escalofrío por la nuca. La pulsación del contrabajo retumba en los latidos del corazón. El cuarto donde escuchas es ese estudio de París en diciembre de 1957. El disco atrapa una dimensión del tiempo que es simultánea pero no idéntica a la que preservó la cámara inquieta de Jean Pierre Leloir.

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