domingo, 25 de junio de 2017

HAY DEMASIADA GENTE QUE NO TIENE NADA QUÉ HACER || Ventanas indiscretas | Babelia | EL PAÍS

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TRIBUNA LIBRE

Ventanas indiscretas

A veces nos olvidamos que los vecinos siguen ahí, a un par de metros, y que pese a todo se ­cuelan en nuestras vidas lo queramos o no



Grace Kelly y James Stewart, en una escena de 'La ventana indiscreta'.

Grace Kelly y James Stewart, en una escena de 'La ventana indiscreta'.



Hace poco vi La ventana indiscreta, de Hitch­cock en Netflix. James Stewart, como L. B. Jefferies, es un aventurero fotógrafo que comienza a espiar a sus vecinos tras un accidente laboral que lo obliga a permanecer en una silla de ruedas. La ventana de su departamento da a un patio interior vívido en personajes e historias que él sigue “pasando” de ventana a ventana. Obsesionado con la vida de los otros, cree estar seguro de que uno de sus vecinos asesinó a su esposa y vuelca todas sus energías en resolver el crimen. Dicha obstinación, como en muchos personajes masculinos e impotentes de Hitchcock, funciona como una excusa para no responder a la propuesta de matrimonio de Lisa, interpretada por una sublime Grace Kelly.
Pero más allá de analizar psicoanalíticamente las tramas de Hitchcock, lo que pensé cuando vi esta pelícu­la de 1954 fue en sus similitudes con la experiencia de las redes sociales, especialmente con las historias de 15 segundos de Instagram, en donde nos regocijamos con un voyerismo que es parte del ser humano, pero que ha cambiado las ventanas reales por las virtuales. Si uno lo piensa, no hay muchas diferencias entre una anciana que pasa tardes enteras mirando por la ventana y cualquiera de nosotros refrescando Instagram a cada hora, cómodamente sentados. Pero, claro, suena anticuado, y hasta poco interesante, espiar a los residentes que tenemos cerca cuando podemos husmear un ratito en las vidas de Naomi Campbell o Alexis Sánchez. Y a veces pasa que, así como con los amigos que no están en Internet, olvidamos que los vecinos siguen ahí, a un par de metros, y que pese a todo se cuelan en nuestras vidas lo queramos o no.
¿Cuántas veces habrán rezado mis vecinos para que yo rompiera con alguna de mis exparejas? ¿Dios los habrá escuchado mejor a ellos?
Vivo en un edificio de 1929 en el centro de Santiago. El primer piso es una de las galerías comerciales más antiguas del país, que actualmente alberga joyerías, pequeños restoranes, peluquerías, sex shops y cafés con pierna (locales con vidrio polarizado y música fuerte en donde mujeres en minifalda o biquini sirven café). La mayoría de los departamentos de las torres del edificio funcionan como oficina, así que los residentes son pocos, pero se hacen —­nos hacemos— notar.
Arriendo en el último piso, que es una especie de buhardilla con dos departamentos, originalmente destinados a los mayordomos o cuidadores del edificio, y que son más pequeños y baratos. Mis vecinas son una pareja de mujeres, y sus gritos y golpes se escuchan nítidos pese a los 30 centímetros de espesor de las paredes. A veces me río con frases como “Eres weona con w mayúscula”, pero mi corazón se aprieta con los llantos y los pasos decididos y violentos en el piso de madera, pulsos que los tapones para oídos no pueden silenciar. El dramatismo de sus peleas raya la psicosis cuando cambian sus voces, tal como Jack en El resplandor o el mismísimo Norman Bates.
También siento culpa e incertidumbre porque siempre me cuesta decidir si intervenir o no. Un día en que la pelea se acercó al límite criminal, bajé a hablar con el conserje y le expliqué mi preocupación. Me dijo que estuviera tranquila: “No va a pasar nada grave. Llevan años así. Pero si le molestan, nunca vaya usted, porque casi siempre están con copete [ebrias]. Díganos a nosotros que sabemos cómo tratarlas”. Tras escuchar que se trataba de una relación “estable”, lo último que sentí fue calma, y esa noche, con sus rabietas, súplicas y sollozos de fondo, recé por que se separaran.
Odio a otro vecino más, sobre todo porque una vez se fue conmigo en el ascensor viendo una película porno en el celular, y su apariencia se condice bastante con aquella acción. Y bueno, ahí estoy, odiando al mundo otra vez, encontrando al resto “raro”. Como aquella paciente de psiquiátrico hastiada de los locos. Preguntándome por qué las vecinas pasan todo el día en casa, cuando la respuesta es que sólo sé que están al lado porque yo misma me paso todos los días encerrada en la mía. ¿Cuántas veces habrán rezado mis vecinos para que yo rompiera con alguna de mis exparejas? ¿Dios los habrá escuchado mejor a ellos?
Hace unos años comprendí que si hago clases en un instituto 2×1, con alumnos que en algún momento rechazaron —o fueron rechazados— por el sistema educacional “regular”, es porque yo tampoco podría ser profesora de un colegio con uniforme, inspectores de pasillo y prohibiciones ridículas. Entenderlo fue un alivio. Pero la libertad, la idea de que estoy donde debo estar, de que mis decisiones son similares a las de mis vecinos y que nos han llevado a ocupar similares espacios, es en esta ocasión un consuelo y una maldición.
Vicios, soledad, llantos, gritos, furor. No podría negar que conozco bien esas palabras. Porque no me estoy quejando. Al final, seguimos intentándolo en esta vida que elegimos. Mis vecinas y yo, juntas en este deshabitado edificio de principios de siglo XX. La última vez que las vi subían las escaleras felices, llenas de amor y bolsas del supermercado, jugando entre ellas, riéndose. Las saludé con la misma alegría y durante el trayecto me arrepentí de desear que terminaran su relación. Luego compré los cigarros y chicles que necesitaba para pasar la tarde y subí a encerrarme otra vez.

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