domingo, 24 de mayo de 2015

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Fernando Sorrentino: En defensa propia - Badosa.com





En defensa propia

In Self-Defense

Légitime défense


Saludos,

FerS


En defensa propia

Fernando Sorrentino
Era sábado, serían las diez de la mañana.
En un descuido, mi hijo mayor, que es el diablo, trazó con un alambre un garabato en la puerta del departamento vecino. Nada alarmante ni catastrófico: un breve firulete, acaso imperceptible para quien no estuviera sobre aviso.
Lo confieso con rubor: al principio —¿quién no ha tenido estas debilidades?— pensé en callar. Pero después me pareció que lo correcto era disculparme ante el vecino y ofrecerle pagar los daños. Afianzó esta determinación de honestidad la certeza de que los gastos serían escasos.
Llamé brevemente. De los vecinos sólo sabía que eran nuevos en la casa, que eran tres, que eran rubios. Cuando hablaron, supe que eran extranjeros. Cuando hablaron un poco más, los supuse alemanes, austríacos o suizos.
Rieron bonachonamente; no le asignaron al garabato ninguna importancia; hasta fingieron esforzarse, con una lupa, para poder verlo, tan insignificante era.
Con firmeza y alegría rechazaron mis disculpas, dijeron que todos los niños eran traviesos, no admitieron —en suma— que yo me hiciera cargo de los gastos de reparación.
Nos despedimos entre sonoras risotadas y con férreos apretones de manos.
Ya en casa, mi mujer —que había estado espiando por la mirilla— me preguntó, anhelante:
—¿Saldrá cara la pintura?
—No quieren ni un centavo —la tranquilicé.
—Menos mal —repuso, y oprimió un poco la cartera.
No hice más que volverme, cuando vi, junto a la puerta, un pequeñísimo sobre blanco. En su interior había una tarjeta de visita. Impresos, en letras cuadraditas, dos nombres: GUILLERMO HOFER YRICARDA H. KORNFELD DE HOFER. Después, en menuda caligrafía azul, se agregaba: «y Guillermito Gustavo Hofer saludan muy atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y les piden mil disculpas por el mal rato que pudieron haber pasado por la presunta travesura —que no es tal— del pequeño Juan Manuel Sorrentino al adornar nuestra vieja puerta con un gracioso dibujito».
—¡Caramba! —dije—. Qué gente delicada. No sólo no se enojan, sino que se disculpan.
Para retribuir de algún modo tanta amabilidad, tomé un libro infantil sin estrenar, que reservaba como regalo para Juan Manuel, y le pedí que obsequiara con él al pequeño Guillermito Gustavo Hofer.
Ése era mi día de suerte: Juan Manuel obedeció sin imponerme condiciones humillantes, y volvió portador de millones de gracias de parte del matrimonio Hofer y de su retoño.
Serían las doce. Los sábados suelo, sin éxito, intentar leer. Me senté, abrí el libro, leí dos palabras, sonó el timbre. En estos casos, siempre soy el único habitante de la casa y mi deber es levantarme. Emití un resoplido de fastidio, y fui a abrir la puerta. Me encontré con un joven de bigotes, vestido como un soldadito de plomo, eclipsado tras un ingente ramo de rosas.
Firmé un papel, di una propina, recibí una especie de saludo militar, conté veinticuatro rosas, leí, en una tarjeta ocre: «Guillermo Hofer y Ricarda H. Kornfeld de Hofer saludan muy atentamente al señor y a la señora Sorrentino, y al pequeño Juan Manuel Sorrentino, y les agradecen el bellísimo libro de cuentos infantiles —alimento para el espíritu— con que han obsequiado a Guillermito Gustavo.»
En eso, con bolsas y esfuerzos, llegó del mercado mi mujer:
—¡Qué lindas rosas! ¡Con lo que a mí me gustan las flores! ¿Cómo se te ocurrió comprarlas, a vos que nunca se te ocurre nada?
Tuve que confesar que eran un regalo del matrimonio Hofer.
—Esto hay que agradecerlo —dijo, distribuyendo las rosas en jarrones—. Los invitaremos a tomar el té.
Mis planes para ese sábado eran otros. Débilmente, aventuré:
—¿Esta tarde...?
—No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.
Serían las seis de la tarde. Esplendorosa vajilla y albo mantel cubrían la mesa del comedor. Un rato antes, obedeciendo órdenes de mi mujer —que deseaba un toque vienés—, debí presentarme en una confitería de la avenida Cabildo, comprar sándwiches, masas, postres, golosinas. Eso sí, todo de primera calidad y el paquete atado con una cintita roja y blanca que realmente abría el apetito. Al pasar frente a una ferretería, una oscura ruindad me impulsó a comparar el importe de mi reciente gasto con el precio de la más gigantesca lata de la mejor de todas las pinturas. Experimenté una ligera congoja.
Los Hofer no llegaron con las manos vacías. Los entorpecía —blanca, cremosa y barroca— una torta descomunal que hubiera alcanzado para todos los soldados de un regimiento. Mi mujer quedó anonadada por la excesiva generosidad del presente. Yo también, pero ya me sentía un poco incómodo. Los Hofer, con su charla hecha sobre todo de disculpas y zalamerías, no lograban interesarme. Juan Manuel y Guillermito, con sus juegos hechos sobre todo de carreras, golpes, gritos y destrozos, lograban alarmarme.
A las ocho me hubiera parecido meritorio que se retiraran. Pero mi mujer me musitó al oído, en la cocina:
—Han sido tan amables. Semejante torta. Tendríamos que invitarlos a cenar.
—¿A cenar qué, si no hay comida? ¿A cenar por qué, si no tenemos hambre?
—Si no hay comida aquí, habrá en la rotisería. En cuanto al hambre, ¿quién dijo que es necesario comer? Lo importante es compartir la mesa y pasar un rato divertido.
A pesar de que lo importante no era la comida, a eso de las diez de la noche, cargado como una mula, transporté, desde la rotisería, enormes y fragantes paquetes. Una vez más, los Hofer demostraron que no eran gente de presentarse con las manos vacías: en un cofre de hierro y bronce trajeron treinta botellas de vino italiano y cinco de coñac francés.
Serían las dos de la mañana. Extenuado por las migraciones, ahíto por el exceso de comida, embriagado por el vino y el coñac, aturdido por la emoción de la amistad, me dormí al instante. Fue una suerte: a las seis, los Hofer, vestidos con ropas deportivas y protegidos los ojos con lentes ahumados, tocaron el timbre. Nos llevarían en automóvil a su quinta de la vecina localidad de Ingeniero Maschwitz.
Mentiría quien dijese que este pueblo está pegado a Buenos Aires. En el coche pensé con nostalgia en mi mate, en mi diario, en mi ocio. Si mantenía abiertos los ojos, me ardían; si los cerraba, me quedaba dormido. Los Hofer, misteriosamente descansados, charlaron y rieron durante todo el trayecto.
En la quinta, que era muy linda, nos trataron como a reyes. Tomamos sol, nadamos en la pileta, comimos delicioso asado criollo, hasta dormí una siestita bajo un árbol con hormigas. Al despertarme, caí en la cuenta de que habíamos ido con las manos vacías.
—No seas guarango —susurró mi mujer—. Aunque sea comprále algo al chico.
Fui a caminar por el pueblo con Guillermito. Ante el escaparate de una juguetería le pregunté:
—¿Qué querés que te compre?
—Un caballo.
Entendí que se refería a un caballito de juguete. Me equivocaba: volví a la quinta en ancas de un bayo brioso, sujeto de la cintura de Guillermito y sin siquiera un cojinillo para mis asentaderas doloridas.
Así pasó el domingo.
El lunes, al volver de mi empleo, encontré al señor Hofer enseñándole a Juan Manuel a manejar una motocicleta.
—¿Cómo le va? —me dijo—. ¿Le gusta lo que le regalé al nene?
—Pero si es muy chico para andar en moto —objeté.
—Entonces se la regalo a usted.
Nunca lo hubiera dicho. Al verse despojado del reciente obsequio, Juan Manuel estalló en una rabieta estentórea.
—Pobrecito —comprendió el señor Hofer—. Los chicos son así. Vení, querido, tengo algo lindo para vos.
Yo me senté en la motocicleta y, como no sé manejar, me puse a hacer ruido de motocicleta con la boca.
—¡Alto ahí o lo mato!
Juan Manuel me apuntaba con una escopeta de aire comprimido.
—Nunca dispares a los ojos —le recomendó el señor Hofer.
Hice ruido de frenar la motocicleta, y Juan Manuel dejó de apuntarme. Subimos a casa muy contentos los dos.
—Recibir regalos es muy fácil —señaló mi mujer—. Pero hay que saber retribuir. A ver si te hacés notar.
Comprendí. El martes adquirí un automóvil importado y una carabina. El señor Hofer me preguntó por qué me había molestado; Guillermito, del primer tiro, rompió el farol del alumbrado público.
El miércoles los regalos fueron tres. Para mí, un desmesurado ómnibus de viajes internacionales, provisto de aire acondicionado y servicios de baño, sauna, restaurante y salón de baile. Para Juan Manuel, una bazuca de fabricación vietnamita. Para mi mujer, un lujoso vestido blanco de fiesta.
—¿Dónde voy a lucir el vestido? —comentó, decepcionada—. ¿En el ómnibus? La culpa es tuya, que nunca le regalaste nada a la señora. Por eso ahora me regalan limosnas.
Un estampido horrendo casi me dejó sordo. Para probar su bazuca, Juan Manuel acababa de demoler, de un solo disparo, la casa de la esquina, por fortuna deshabitada tiempo ha.
Pero mi mujer seguía con sus quejas:
—Claro, para el señor, un ómnibus como para ir hasta el Brasil. Para el señorito, un arma poderosa como para defenderse de los antropófagos del Mato Grosso. Para la sirvienta, un vestidito de fiesta... Estos Hofer, como buenos europeos, son unos tacaños...
Subí a mi ómnibus y lo puse en marcha. Me detuve cerca del río, en un paraje solitario. Allí, perdido en el desaforado asiento, gozando de la fresca penumbra que me brindaban los visillos corridos, me entregué a la serena meditación.
Cuando supe exactamente qué debía hacer, me dirigí al ministerio a ver a Pérez. Como todo argentino, yo tengo un amigo en un ministerio, y este amigo se llama Pérez. Por más que soy muy emprendedor, en este caso necesitaba que Pérez interpusiera su influencia.
Y lo logré.
Vivo en el barrio de Las Cañitas, al que ahora le dicen San Benito de Palermo. Para extender una vía férrea desde la estación Lisandro de la Torre hasta la puerta de mi casa, fue necesario el trabajo silencioso, fecundo e ininterrumpido de un multitudinario ejército de ingenieros, técnicos y obreros, quienes, utilizando la más especializada y moderna maquinaria internacional, y tras expropiar y demoler las cuatro manzanas de suntuosos edificios que otrora se extendían por la avenida del Libertador entre las calles Olleros y Matienzo, coronaron con éxito rotundo tan valerosa empresa. De más está puntualizar que sus dueños recibieron justa e instantánea indemnización. Es que con un Pérez en un ministerio no existe la palabra imposible.
Esta vez quise darle una sorpresa al señor Hofer. Cuando el jueves, a las ocho de la mañana, salió a la calle, encontró una reluciente locomotora diésel, roja y amarilla, enganchada a seis vagones. Sobre la puerta de la locomotora, un cartelito rezaba: BIENVENIDO A SU TREN, SEÑOR HOFER.
—¡Un tren! —exclamó—. ¡Un tren, todo para mí solo! ¡El sueño de mi vida! ¡Desde chico que quiero manejar un tren!
Y, loco de contento y sin siquiera agradecerme, subió a la locomotora, donde un sencillo manual de instrucciones lo esperaba para explicarle cómo conducirla.
—Pero espere —dije—, no sea abombado. Mire lo que le compré a Guillermito.
Un poderoso tanque de guerra destruía con sus orugas las baldosas de la acera.
—¡¡¡Bieeeennn!!! —gritó Guillermito—. ¡Con las ganas que tengo de tirar abajo el obelisco!
—Tampoco me olvidé de la señora —añadí.
Y le entregué, recién recibido de Francia, el más fino y delicado tapado de visón.
Como eran ansiosos y juguetones, los Hofer quisieron estrenar en ese mismo instante sus regalos.
Pero en cada obsequio yo había colocado una pequeña trampa.
El tapado de visón estaba interiormente recubierto de una emulsión mágica evaporante que me había cedido un hechicero del Congo, de manera que, apenas se envolvió con él, la señora Ricarda se achicharró primero y luego se convirtió en una tenue nubecilla blancuzca que se perdió en el cielo.
No bien Guillermito efectuó su primer cañonazo contra el obelisco, la torreta del tanque, accionada por un dispositivo especial, salió disparada hacia el espacio y depositó al pequeño, sano y salvo, en una de las diez lunas del planeta Saturno.
Cuando el señor Hofer puso en marcha el tren, éste, incontrolable, se lanzó raudamente por un viaducto atómico cuyo itinerario, tras cruzar el Atlántico, el noroeste del África y el canal de Sicilia, concluía bruscamente en el cráter del volcán Etna, que por esos días había entrado en erupción.
Así fue como llegó el viernes, y no recibimos ningún regalo de los Hofer. Al anochecer, mientras preparaba la comida, mi mujer dijo:
—Sea uno amable con los vecinos. Póngase en gastos. Que tren, que tanque, que visón. Y ellos, ni una tarjetita de agradecimiento.
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RINCON DEL TIBET
el dispensador dice: a veces la vida te lleva lejos... no sabes ni cómo llegas a ciertos lugares impensados, pero las circunstancias hacen que por allí aparezcas... entonces, te detienes, contemplas, observas, introyectas, te nutres con paciencia de "algo" que a veces te sorprende, otras veces te complace, otras veces te encuentra indiferente, y muchas veces te golpea hasta sacudirte la frente...

tal te dije, la vida me hizo recalar en Alemania... y desde allí con una suave patada fui a parar al África... al Asia... y a la América del Norte... exponiéndome a viajes interminables al punto de agotarme las capacidades físicas, aún cuando tenía menos años de los que porto... pero esto de perder horas, recuperar horas, perder días, y recuperar días... te deja el alma de cama, y no pocas veces, tomas consciencia de los detalles mucho tiempo después de cada hecho en cada viaje, encuentro o lo que se trate...

el norte de África me capturó... y desde entonces, llevo en mi espíritu detalles que, memoria mediante, no he podido pasar por alto... y se me repiten en imágenes una y otra vez... claro está, dado que no me gusta la fotografía ni que me fotografíen, siempre me concentro en retener los instantes, los momentos, los encuentros, los desencuentros o lo que sea...

del Asia... me secuestró el Tíbet, el Himalaya y sus recovecos... y desde entonces, se me han impregnado en mi piel así como en mi memoria del karma... momentos irrepetibles, irreproducibles e incontables... y es por eso que insisto con las reflexiones del "Rincón del Tíbet" y de otras ONG´s de aquellos lares... porque se trata de reflexiones simples pero con contenidos desbordados, mucho más para un tiempo donde los espíritus andan atribulados, los pies cansados, y las almas densas, tanto, que los ángeles se les van rajando...

a lo largo de los viajes vas aprendiendo de los compañeros... de asiento... del propio viaje... de aquellos que se cruzan, de los que se te cruzan... en general se trata de encuentros "ricos" en diversos contenidos... porque todos los espíritus viajeros son producto de sus respectivas causalidades... 

asimismo, te recuerdo que ya te dije, alguna vez, que necesito de horizontes lejanos... de ver distancias abiertas... ya que cuando me choco contra las paredes, comienzo a trastabillar el pensamiento... de allí que sea consciente de mi locura que, por ahora y sólo por ahora, le viene esquivando el viscachazo a la demencia...

bien, dicho esto... comencé a darle importancia a las cosas como se ven desde los distintos techos del planeta Tierra, un planeta que en definitiva no existe, pero está vigente como hecho de la creación para que la "humanidad se sienta viva"... tema no menor a la hora de respirar y creerse propietario de algo, incluyendo en ello el ego... por otra parte, y no queriendo amargarte, sí quiero expresarte que el planeta Tierra tiene al menos diez dimensiones de sí mismo... por lo que las realidades a veces se confunden, se entrelazan, se traspasan... complejito el tema...

allá en el Himalaya, me crucé un día con uno de esos sabios color naranja que andan desparramados por lugares imposibles, con fríos también imposibles... no sé si te dije que al Tíbet lo llaman "el tercer polo", porque el frío te cala las ideas... junto con él, venía otro muy parecido, vestido de la misma forma... lo saludé en mi deficiente nepalí... y viendo que no me respondía, saludé a ambos en inglés... y viendo que no me respondían lo hice en alemán... y de repente me quedé callado, estampado delante de uno de ellos... uno me extendió la mano y estrechó la mía con fuerza, tanta que aún la siento... cuando intenté hacer lo propio con su compañero de caminos, me dijo: "no... no se preocupe... él no existe... es mi ego que anda separado de mi cuerpo"... agregando: "nos hemos separado hace tiempo... él pretende cosas que yo no quiero... pero estamos obligados a acompañarnos eternamente"... "así es que él anda a mi lado y yo al suyo"...

desde entonces, siempre me aseguro de estar solo...
MAYO 24, 2015.-

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