lunes, 10 de octubre de 2011

LOS SILENCIOS || Le Clézio: la metamorfosis silenciosa - 07.10.2011 - lanacion.com  

Nota de tapa / Un Nobel multifacético

Le Clézio: la metamorfosis silenciosa

Se publica en español una ficción intensamente autobiográfica que echa nueva luz sobre la obra del autor de El africano
Por Pedro B. Rey  | LA NACION


Una escritura es una sustancia en continua expansión, un paciente y sigiloso work in progress . El perfil de un autor se va construyendo a su ritmo. Cada nueva obra puede profundizar una predilección que ya se encontraba en las precedentes, pero asimismo habilitar desvíos, una perspectiva inédita, otra manera de abordar el conjunto general. A cualquier libro -no todo es tan idílico- puede pasarle también lo que a la mayoría: que, como señaló alguna vez William Gass, muera antes, mucho antes, que aquel que le dio forma.
A fuerza de una cuarentena de novelas, relatos, ensayos, incluso libros para niños, Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, 1940) parece haber lidiado con todas esas variables y, por lo tanto, aparenta ser más de un escritor. Fue tempranamente reconocido por la crítica y, luego, tras pasar por una crisis que lo obligaría a replantearse su manera de escribir, reconocido por el público hasta que, en 2008, lo reconoció, si algo faltaba, la Academia Sueca.

Él mismo condenó sus primeros libros de los años sesenta al ostracismo. Aunque en su país siguen reeditándose (lo que vuelve el ostracismo, más que efectivo, simbólico), los considera contaminados de un esteticismo arrogante. El descarte es inmerecido porque entre esas obras están algunas de las mejores que escribió. Años después, despojado de aquella vocación experimental, produjo un giro hacia narraciones que buscan alcanzar lo concreto sin otra mediación que la confianza en la aparente transparencia de la lengua. El aliento poético era la coartada y Gérard de Nerval, en particular Las hijas del fuego , uno de sus guías declarados. La piedra de toque de ese imaginario fueron sus experiencias viajeras, los paisajes distantes y el conocimiento de culturas no europeas, sumados a su interés, desperdigado en gran cantidad de ficciones, por los mitos y las narraciones orales. Esa vertiente se consolidó hasta tal punto que, con los años, se volvió un lugar común. Bastaba abrir un libro firmado por Le Clézio para aventurar qué se iba a encontrar en él. Fue sólo en la última década cuando se produjo otro viraje, casi imperceptible esta vez, en que lo autobiográfico, que siempre merodeaba sus textos, ocupó el lugar central.

Revoluciones -la novela de seiscientas páginas que Adriana Hidalgo Editora publica por primera vez al español- funciona como un epicentro doble: es la narración que abrió la puerta hacia ese territorio personal y la que, al mismo tiempo, permite poner bajo una luz nueva el resto de su obra, la de la madurez pero también la juvenil. Se publicó en 2003, antes de El africano y de La música del hambre . Estos dos volúmenes (publicados por la misma editorial y traducidos por la poeta argentina Juana Bignozzi) hacen foco, de manera directa, en sus progenitores: el primero, en el padre, un desilusionado cirujano que trabajó la mayor parte de su vida en territorios coloniales; el segundo, en la madre, de origen inglés. El hilo conductor de Revoluciones , en cambio, es alguien más cercano: él mismo. O alguien que tiene con él notables puntos en común, dado que no se trata de una verdadera autobiografía. El protagonista comparte su patronímico (Jean) y los ancestros bretones (el apellido, en vez de Le Clézio, es Marro). Como él, está marcado a fuego por la centuria y pocas décadas que los antepasados de su familia residieron en Mauricio y, sobre todo, por el abrupto desarraigo de aquellas islas del océano Índico. Aunque casi casualmente Jean Marro vino al mundo en Malasia y no en Niza, como su creador, es en esta última ciudad, innominada, más odiada que querida, en la que transcurre su adolescencia, durante los agitados años sesenta. También desde allí huye con destinos similares a aquellos a los que partió el joven Le Clézio: Inglaterra, donde los dos estudian; y México, donde Marro permanece una breve temporada, azorado ante los signos y crueldades de un mundo que descubre radicalmente distinto, y donde, a su turno, Le Clézio vivió quince años para convertirse en un erudito en antiguas culturas mexicanas. Un dato curioso: el individuo de la ficción que atraviesa aquella década no escribe, mientras que el personaje de la realidad para entonces no sólo publicaba, sino que su nombre era ya una contraseña del mundo literario.

Con todo, Revoluciones no se limita a la minuciosa educación sentimental de su protagonista. Las diversas obsesiones de Le Clézio parecen coincidir en el mismo espacio y alcanzar, quizá como nunca, la estatura de lo " romanesque " (lo novelesco), esa noción indefinible que, en su versión francesa, excede los estrechos límites de lo literario. Es por eso que puede convertirse en novela familiar, en razón de las melancólicas rememoraciones de Catherine, la vieja tía abuela de Jean, sobre la vida en Mauricio; transformarse en novela histórica (aunque una historia en primera persona, de un realismo sin adjetivos) gracias a los diarios de un antiquísimo familiar que participó en la Revolución Francesa; y también, como si a último momento se quisieran recuperar las historias míticas que le dieron notoriedad al autor, en una novela sobre la cultura africana, cuando en el tramo final surge, inesperada, la voz en primera persona de una esclava negra. La prosa se permite el lirismo descriptivo que identifica al autor, pero en las mejores partes se vale de una prosa seca, casi documental, como si los nombres y enumeraciones fueran la manera más eficaz de conservar ese presente que se escurre a cada paso.

Jean Marro siente que no pertenece a ninguna parte. Lo mismo le sucedió a Le Clézio. Desde un comienzo, la escritura fue su lugar en el mundo. Alguna vez contó cómo comenzó a escribir a los siete años, para llenar el tiempo durante las travesías en barco, de África a Francia, y viceversa. Quizá por esa razón esta novela -que podría considerarse algo así como la creación de una patria personal- muestra con claridad, quizá sin saberlo, la conexión que vincula en silencio toda su obra.

Revoluciones permite, por ejemplo, releer sus primeras novelas ( Le procès-verbal ; Le déluge ; La guerre ) a la luz de los años sesenta. No para buscar las razones de las supuestas adscripciones estéticas de Le Clézio en aquel momento (que con prudencia pueden vincularse al Nouveau Roman y al grupo de la revista Tel Quel ), sino para calibrar hasta qué punto ya se apartaba de ellas.

Le procès-verbal (que en español se tradujo como El atestado ), publicada en 1963, cuando el escritor tenía 23 años, es un buen caso testigo. Aquel libro compartía mucho de la angustia de El extranjero , aunque su prosa era mucho más lujuriosa que la "escritura blanca" del texto de Camus. Adam Pollo, el protagonista, vivía en una casa vacía, cerca de una playa, y no alcanzaba a recordar si había salido de un psiquiátrico o era un simple desertor. Michèle, una chica a la que frecuenta, cuando él cree recordar una guerra, le dice que es imposible: no tiene edad para haber participado de la Segunda Guerra Mundial, la última que hubo. Cualquier lector de aquel momento debe de haber reconocido que, si Adam estaba escapando de una guerra, era una que estaba ocurriendo en aquel mismo instante. El impacto emocional que tuvo la guerra de Argelia en Le Clézio, velado en aquel libro inaugural, puede encontrarse ahora sin eufemismos en la discreta brutalidad de los relatos ajenos, en la muerte de un amigo y en la reproducción casi telegráfica de las masacres del conflicto que el todavía adolescente Marro anota puntualmente en su cuaderno.

También figuran en las páginas de aquel libro presentimientos que se repiten en Revoluciones . Al igual que Jean, Pollo leía a los presocráticos (Parménides, en particular) y se interesaba, como la futura literatura de Le Clézio, por cuestiones más vinculadas a la ingenuidad de la experiencia poética que a las estrategias de la inteligencia. En un momento, Adam terminaba echado sobre una piedra y se quedaba mirando el cielo mientras buscaba volverse vegetal, mineral, microbiano, tratando de entrever "su propia armonía en el universo, de la que estaba seguro ocupaba eternamente el centro, sin descanso".

En un ensayo temprano e inclasificable, El éxtasis material (1967), figura más de una declaración de rebeldía contra las modas del momento y presagia el cansancio por todo lo occidental que iba a cobrar cuerpo en la década siguiente:

Cada vez más el análisis se me presenta ilusorio. No permite acercarse. No permite conocer. Es sólo un sistema, una faceta de la verdad entrevista por el hombre. Para conocer no se podría prescindir de él y, sin embargo, para conocer hay que superarlo. Para el hombre todo desemboca en la contradicción, en el misterio, porque todo es cohesión. El mundo es indisociable. Forma un bloque. Si hay razones, si hay finalidad, si hay un origen están mezclados en el tiempo presente [?]

Esa convicción, combinada con el descubrimiento de otras geografías y culturas, sirve de guía a sus libros más conocidos. Desierto (1980), su primer texto importante en esa dirección, es la piedra basal de la nueva modulación. Le Clézio narra la historia de una niña inmigrante que vive en Francia, pero desciende en realidad de una lejana tribu del Sahara, y que, alentada por las leyendas que escucha en su entorno, desea retornar a la tierra de sus ancestros. Estas historias que intentan conjurar el exotismo continuarán con, entre otras ficciones, El buscador de oro , el obsesivo rastreo de un tesoro corsario, la débil El pez dorado , La cuarentena , que relata el aislamiento a que se ve condenado un grupo de viajeros en Mauricio por un caso de cólera, y Onitsha , quizá la más conradiana de sus novelas. Le Clézio se acerca a los otros, en estos libros, confiando en lo que entiende como el poder natural de la escritura. Se diría que aspira a que otras cosmovisiones, relegadas por la cultura occidental, se apropien de la materia narrativa y hablen por sí solas.

El resultado no siempre es el mejor (a fin de cuentas, Le Clézio no deja de ser europeo y la buena voluntad puede deslizarse con facilidad hacia la corrección política), pero en Revoluciones esta ambición onírico-antropológica alcanza, singularmente, su mejor encarnación. La esclava negra Kiambé cuenta su historia y ese fragmento radicalmente ajeno, incrustado en una novela de múltiples entradas cuando ya no se lo espera, tiene el poder inexplicado de un mantra.

La palabra revolución tiene varios sentidos, y Le Clézio se vale de ellos para su novela. Las peripecias del antepasado del siglo XVIII, Jean Eudes Marro, el combatiente de la Revolución Francesa que se instaló en Mauricio (se desarrolla en la primera mitad), y la de Kiambé (hacia el final) son las ruedas temporales que enmarcan la narración principal. La historia del joven Jean Marro ocupa el lugar preponderante, pero es apenas una rueda más de las que rotan en el mundo.

El principio constructivo es perfecto, aunque Le Clézio se permita un acopio quizás innecesario de información. Tal vez busque ahuyentar cualquier sospecha formalista y hacer hincapié en lo que de verdad le interesa. Porque lo que hay en el resto de Revoluciones son justamente revoluciones (políticas, familiares, personales). La educación sentimental de Jean Marro está puntuada por ellas, sobre todo por las de su propia época, que Le Clézio retrata sin piedad: las páginas sobre Argelia, las incursiones por el Swinging London o la matanza de la Plaza de Tlatelolco son las páginas más crudas y directas que Le Clézio escribió alguna vez.

La memoria no es etérea, sino material, presiente Jean Marro al escuchar la cantilena de Catherine. Como parece sospechar el otro Jean, Le Clézio, su álter ego de la vida real, no hay manera más precisa de corroborar esa cualidad que por medio de lo escrito.
Le Clézio: la metamorfosis silenciosa - 07.10.2011 - lanacion.com




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Revoluciones

La sombra de la brutal guerra de Argelia atraviesa este fragmento de la novela del escritor francés, una delas más reveladoras de toda su carrera
Por J. M. G. Le Clézio  | Para LA NACION

La guerra rueda. Está allí, en todas partes alrededor, oculta, pero por instantes brilla con sus ojos de loba. Cuando se acerca el verano, Jean siente esa angustia indefinible que colma todo de una bruma de inexistencia. Y al mismo tiempo ve aparecer los demonios y las amenazas.

Un poco antes del verano, a comienzos de abril, algo le sucedió a esta ciudad. Había sido repentino y violento. Una hermosa mañana los habitantes se encontraron frente a la realidad. Habían entrado barcos en el puerto y los amarraron juntos porque no había más lugar en el muelle. Tres grandes paquebotes marcados por el óxido, con las altas chimeneas a la antigua, que aún debían de funcionar a vapor. En la popa del amarrado al muelle, en el lugar de los ferris para Córcega, Jean leyó: Commandant-Quéré . ¿Por qué recordó ese nombre? Era un nombre excepcional, pensó, un nombre de la mayor importancia. Era un nombre que permanecería, que aportaría un sentido, pero en ese momento nadie podía decir cuál sería ese sentido. Commandant-Quéré . Un nombre de persona, un nombre con una historia, sin duda, un destino. Un nombre, llegado del otro lado del mundo, de África, de Oceanía. Un nombre que interrogaba, que decía más o menos: ¿quién es? o ¿qué es?

Había mucho sol, el aire todavía era frío, el cielo estaba desgarrado por las nubes. Para Jean ese cielo significaba el dolor, el desamparo. Ese día había algo tenso, algo brutal. Grupos de hombres y mujeres esperaban en los muelles. La estación marítima era demasiado pequeña para recibirlos. Se habían instalado catres de campaña en las salas de espera, con mantas, pero los refugiados no habían podido entrar. Los soldados del contingente que habían venido en un camión distribuían la ayuda, víveres, café, aceite. En el medio del muelle estaba instalado un puesto de la Cruz Roja en una carpa blanca con las estacas de sostén clavadas entre las lajas de piedra. La mayoría de los que llegaban acampaba al fondo del puerto, cerca de la fuente. Jean veía a los chicos que se divertían en la dársena, estaban en short o en traje de baño, y los más pequeños chapoteaban desnudos en los charcos. Había risas, gritos, las madres llamaban a sus hijos con nombres raros, españoles, catalanes. En braseros improvisados en los bidones de metal las mujeres asaban lonchas de tocino, estofados u otras cosas que Jean no reconocía, que despedían un olor acre y atrayente a la vez, un olor de intimidad, de calor humano. Nada que ver con los olores pesados de la cocina hecha lentamente del edificio de Jean. Aquí, en los muelles, soplaba el viento, esto tenía un olor de libertad y de aventura que contrastaba con esa ciudad burguesa y xenófoba.

Cada día, al mediodía, al salir de clase, en lugar de regresar a comer a la casa de sus padres, Jean iba a ver el campamento de los refugiados. Reinaba en el puerto una animación inhabitual. Los fardos de corcho depositados en los muelles servían de pista de juego para los chicos. Otros usaban el largo portalón con ruedas como hamaca. Tenían voces agudas, un acento cantarino, como si hablaran en otra lengua. En un lugar protegido, no lejos de las escaleras, Jean había conocido a la familia Báez. Jean había sabido su apellido hablando con un joven que fumaba al sol, sentado en un fardo de corcho, no lejos de las escaleras. Tenía un rostro sombrío, con cejas espesas, la nariz fina y aguileña y mirada hostil. Había hablado de la guerra en Orán, era a la vez trivial y terrorífico. Cada día, los muertos, la venganza, las expediciones punitivas contra el barrio árabe, los tanques del ejército que lanzaban cañonazos en las calles. Jean permanecía sentado a su lado escuchándolo. No hacía preguntas. Se sentaba a su lado en un fardo de corcho y compartía un cigarrillo americano. El muchacho se llamaba Freddy Fontana, no era de la familia Báez pero viajaba con ellos. Sus padres habían muerto, iba hacia el norte, para encontrarse con su tío y su tía en Cambrai.

Un poco más lejos, protegido por una lona del ejército, en un brasero, la enorme señora Báez preparaba la comida, chauchas, papas en un caldero. Los hombres estaban sentados en el suelo, fumaban sin decir nada.

Tenían caras marcadas por el cansancio, manchadas por la barba y ojos febriles. Una nena flacucha, con muchos rulos oscuros, con un poco aspecto de gitana y un vestido rosa por encima de un pantalón, bailaba delante de la tienda al son de una música cascada. Repetía el estribillo con voz de pato: "Argelia seguirá? Ziempre francesa? Ziempre francesa?". Buscaba hacer reír a los adultos, llamar su atención, luego seguía bailando. Fred se encogió de hombros. "Aquí todo el mundo está loco?" Cuando la nena lo irritaba mucho le tiraba piedras, pero ella seguía dando vueltas con su vestido rosa y el pantalón, embelesada, tal vez un poco desesperada.

Jean volvía todos los días y nada había cambiado. Los refugiados estaban siempre en el mismo lugar, Fred Fontana fumaba su cigarrillo al sol y el pequeño demonio continuaba con su vals inútil. Jean escuchaba al muchacho que le hablaba del otro lugar, de los atentados, de hombres con máscara negra que golpeaban a las puertas. Los tanques que patrullaban de noche, el ruido incesante de sus motores, las orugas en el asfalto hundido.

Y siempre estaba ese olor humano que flotaba en el puerto, que daba náuseas y al mismo tiempo era como necesario, era fuerte y verdadero, no tenía nada que ver con el resto de la ciudad, ni con la vejez decadente de La Kataviva.

Ahí, en el puerto, con las bocanadas de humo, el olor a pez, el petróleo ardiendo en los braseros, el polvo que picaba los ojos, Jean tenía la impresión de ver avanzar el mundo, como bajo nubes arrastradas por un viento furioso, sentía los sobresaltos de una historia en la que se sentía envuelto.

Luego, una mañana, unas semanas más tardes, al ir al puerto como de costumbre Jean vio que los refugiados de Orán se habían ido. En la explanada extrañamente vacía, papeles y periódicos rodaban por el viento.

Huellas negras en el suelo indicaban los lugares donde los braseros habían ardido, y flotaban restos en el abrevadero, corazones de manzana que habían tirado los chicos. En el brocal una sola sandalia de plástico olvidada. Jean caminó un momento. Buscó con los ojos el lugar donde Fred Fontana y él se habían sentado para fumar todos los días anteriores. Pero habían quitado los fardos de corcho y nada encontró, ni las colillas.
[...]

Era la época en que Jean seguía a desconocidos por la calle, al azar. Era un juego extraño, que le hacía latir el corazón, un juego peligroso, inútil. No se lo decía a nadie. Los otros tenían ocupaciones verdaderas, perseguían a las chicas, iban al café, a la playa, a la biblioteca. Jean seguía a la gente, unos metros detrás, sin hacerse notar. Iba con ellos a través de la ciudad, tomaba ómnibus, bajaba a los subsuelos, entraba en los grandes almacenes.

A veces encontraba a sus compañeros, después de haber caminado durante horas. Hablaban de política. Ésta también era una actividad reconocida. Droste era un héroe, un calavera. Parecía nada, pequeño, flaco, con el pelo muy corto pero con algo decidido en la mirada. Tal vez demasiado serio, hasta el aburrimiento. Era hijo de un gendarme. Algunas tardes, en lugar de ir a clase, iba a citas misteriosas en los suburbios, por el lado del aeropuerto, donde estaban las villas miseria de los trabajadores inmigrantes. Recolectaba fondos para el FLN (Frente de Liberación Nacional). En el liceo todo el mundo lo sabía. En el sopor angustioso de ese fin de ciclo, con la segunda parte del examen de bachillerato que se acercaba, los grandes problemas filosóficos que eran temas de alto puntaje, sobre la Libertad, el Amor, el sentido del Honor según Montesquieu, la Naturaleza según Hobbes, las misiones secretas del alumno Droste tenían un lado simbólico pequeño.

Discusiones sin fin en el Café des Artistes: "Lo mismo es un cerdo, ayuda a los árabes contra su propio país". O bien: "¿Sabes que se arriesga a la pena de muerte? Yo admiro lo que hace, sobre todo con un padre que es gendarme". Jean no sabía. No sabía qué había que pensar. Tal vez no le importaba. Esperaba con impaciencia el final de las clases, elegía su víctima. No completamente al azar, lo reconocía. Era necesario que tuviera algo en la silueta, en la cara, en la mirada. Había pensado: algo que a un dibujante le hubiera gustado dibujar. Una mediocridad flagrante, una medianía, una indiferencia insolente. La trivialidad triunfaba en esa época de guerra, combinaba bien con esta violencia que circulaba por las calles, con las noticias de la guerra en Malasia, que su padre escuchaba por la radio inglesa cada noche, los combates en la jungla contra los terroristas. Las últimas bolsas de resistencia en la jungla. Combinaba también con los boletines de guerra que llegaban de Argelia, las escaramuzas en el Oranesado, los helicópteros que patrullaban la frontera electrificada, los muertos de cada día. Santos Balas, del que Jean no había tenido más noticias y que había dejado ese vacío, en la calle, en el liceo, en la playa. Jeanne Odile con la que Jean se cruzaba alguna vez en la avenida, cerca de la estación, muy pálida con el aspecto extraviado de un fantasma.

Y la gente que llegaba al puerto, desembarcados de los paquebotes con los caballos que llevaban al matadero, esa gente errabunda por las calles alrededor del puerto, con las maletas en la mano, en busca de una habitación amueblada, de un cuarto de hotel. Las actualidades en el cine, los números del semanario Le Bled que llevaban a las clases del liceo y que los alumnos se pasaban para curiosear las fotos obscenas, los cuerpos carbonizados de los árabes colgados de la verja electrificada de la frontera con el cartel que decía:
Conductor, ralentiza. Si vas demasiado rápido
corres el riesgo de aterrizar en la
¡BARRERA ELÉCTRICA! 5000 VOLTIOS.
¡¡¡ES LA MUERTE!!!

El alumno Kernès, al que Jean había encontrado un día, merodeando cerca del liceo, llegado de Argelia para pasar algunas semanas de vacaciones por enfermedad. Su grueso rostro color ladrillo aplastado debido al sol de aquel lugar, a los días pasados afuera acechando en las colinas de piedras. Sus manos que se habían vuelto gruesas, manos de hombre, su cuello de toro. Porque había matado hombres. Cuando ya no se es virgen, decía Éléonore que debía saber algo de eso, el cuello se hace más grueso.
Traducción de Juana Bignozzi
http://www.lanacion.com.ar/1412168-revoluciones



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"Creo mucho en el instinto"

El escritor habla de cómo conviven en su obra realidad y ficción, y recuerda un episodio perturbador ocurrido en Buenos Aires
Por Juan Cruz  | Para LA NACION

Pocas veces vi a un escritor de éxito que desplegara tanta timidez genuina. Sostengo que la timidez de Gabriel García Márquez es impostada, es decir que el autor de Aracataca en realidad se ríe por dentro cada vez que exhibe sus inhibiciones. Y me parece que Juan Rulfo jugaba a esconderse de los otros tan sólo para ver qué decían de él mientras él andaba escondido. Y Juan Carlos Onetti se encerró en su cuarto por pereza, no por timidez, pues cuando quería daba mandobles sin cuento y no dejaba títere con cabeza, de Gabo a Cortázar pasando por Vargas Llosa. Así que cuando me encontré en un patio ancestral de Guadalajara, México, con J. M. G. Le Clézio pensé que la timidez que redondea el perfil que todos tenemos de él era una leyenda más, y que en cuanto se sentara ante mí, este hombre de cerca de dos metros iba a desplegar la otra cara de los tímidos supuestos; que iba a exhibir esa arrogancia del famoso que espera agarrarte en un renuncio para atar corta la entrevista y darte con la puerta en las narices. No fue así. Es cierto que preparé la conversación como si fuera a entrevistarme con el primer director de mi primer periódico, y aproveché el rato largo que me pasé leyendo su libro El africano , que recomiendo absolutamente, como si me estuviera bebiendo la vida riquísima de un personaje humano y de leyenda. Pero no hacía falta tanto nerviosismo; Le Clézio desplegó con elegancia y comedimiento todas las características de sus personajes escritos; es decir, fue sensible, silencioso incluso cuando hablaba, y retumbaba más en mis oídos el sonido del agua que nos acompañaba que el tono de su voz, tan respetuosa con el periodista que parecía que la timidez era un signo de elegancia, un síntoma de que me escuchaba para saber que él mismo existía.

En las notas de nuestro encuentro hallé un subrayado. Decía: "Un escritor del sur". Es decir, uno de los nuestros. Delicado, sin embargo, tímido como un nórdico. Si después de leer esta entrevista ustedes leen El africano , entenderán por qué es tan del sur este Nobel francés.
* * *
Se corre el riesgo, ante un tipo guapo que además escribe muy bien, de creer que estamos ante un hombre fatuo. Si esto pasa uno corre el riesgo de perderse a J. M. G. Le Clézio, francés de Niza, donde nació en 1940, y que en 2008 ganó el Premio Nobel de Literatura. Su origen es la isla Mauricio, cuya nacionalidad tiene: de ahí proceden sus padres, que eran primos hermanos? Uno puede perderse, por tanto, Mondo , un relato de una intensidad emocional y de una sencillez admirables, y perderse además una autobiografía excepcional, El africano , que tiene un comienzo inolvidable: "Todo ser humano es el resultado de un padre y una madre". Este texto fue publicado por Adriana Hidalgo Editora en la Argentina, Mondo apareció en Tusquets (donde está prácticamente toda su obra); en los dos, como en Desierto o en La cuarentena , se deslizan aspectos autobiográficos de Le Clézio. Desde que tenía 23 años es una celebridad.

-Debe de estar contento, traducido a tantos idiomas pequeños?
-Para mí es un honor, porque no hay idiomas pequeños, todos tienen su valor. Es necesario mantener la enseñanza de los idiomas llamados menores, aunque no lo son, son antiguos, son formas de pensar.

-Como las personas. No hay personas pequeñas.
-Es cierto, no hay personas pequeñas.

-Momo, por ejemplo. Quise decir Mondo?
-Ese lapsus me hace pensar en Antonin Artaud, uno de los pocos verdaderos poetas que hubo en Francia, al que le tengo mucho cariño. Tuvo ideas mágicas que no tenían que ver con la realidad pero que son muy instintivas. Creo mucho en el instinto. Es la mejor inspiración.

-Mondo no es sólo un niño huérfano. ¿Usted conoció a alguien así?
-No, aunque tiene partes mías? Después de escribir esa novela corta encontré a un señor que había vivido esa experiencia. Era un gitano huérfano nacido en Argelia y adoptado por franceses. Un día se escapó, subió a un barco, llegó a Marsella y con 9 años trató de sobrevivir en la ciudad. Se escondía porque había muchos peligros. Hablaba del peligro de los pedófilos, que yo no menciono en Mondo . Temía a la policía y a los predadores. Era cineasta y cuando leyó esta novela decidió hacer una película. Me conmovió comprobar cómo esa historia, inventada, había ocurrido en la realidad.

-Mondo encuentra mucha gente benefactora.
-El mundo está lleno de predadores, pero también de gente generosa. Siempre hay personas, especialmente mujeres, con corazones gigantescos. En las sociedades con mayores dificultades es donde se encuentra más gente dispuesta a ayudar a los que padecen.

-En sus libros y en su vida parece que usted hiciera una excursión para encontrar a gente como Mondo.
-Eso forma parte de mi manera de ser, de mi historia. Creo que el haber nacido sin conocer a mi padre y haberlo encontrado muy tarde me ha llevado a la certidumbre de que el amor no se regala: se merece. Las situaciones que parecen normales, como tener un padre o una madre, no se otorgan sistemáticamente. Es algo que se gana. Porque todos los niños no viven estas situaciones. Hay situaciones terribles en el mundo, seas rico o pobre. Debemos tener siempre este reconocimiento, no de dar gracias a Dios, pero sí dar gracias a lo bueno que nos ocurre.

-Usted encuentra a su padre en 1948, se extraña de que él sea como es, y se une a él como el Lazarillo. Y de adulto se ha dedicado a reconstruir esa atmósfera, como si no pudiera seguir viviendo sin entenderlo?
-Sí. La literatura me ayudó muchísimo, porque mis primeras emociones las encontré, en El lazarillo de Tormes . Un niño que no tiene familia. Su única ayuda en la vida es un ciego terrible, que es su único pariente. El niño y el ciego forman una especie de caricatura de la familia? En la literatura encontraba yo lo que no encontraba en la vida? Nací en 1940, en medio de la guerra. Por casualidad estaba en Niza, aunque era de origen británico, y la amenaza de la guerra se hizo peor en 1943, cuando los alemanes entraron a ocupar la ciudad, reemplazando a los italianos? Los italianos no eran malos con la gente de las tierras que ocupaban. Mi madre contaba que la ayudaban a cargar con sus legumbres cuando venía del mercado. A veces le daban pan? Pero los alemanes eran muy duros. Cuando entraron en Niza, mi mamá, mi abuelo, mi hermano y yo tuvimos que escondernos en un pueblito de la montaña. Era como vivir en una cárcel porque no se podía jugar en la calle ni mirar al exterior. En 1948, llegar a África, encontrar un mundo abierto, con gente generosa, leyendo libros, fue el encanto de mi juventud?

-En el libro sobre su padre, y en otros, habla de la violencia que conoció y del hambre. ¿Esa huella se queda para siempre?
-Sí. Además, mi abuela, que era francesa (mi madre era británica, prima hermana de mi padre), tenía una gran imaginación y estaba llena de cariño. Tenía ánimo, coraje, odiaba a los alemanes: lo exteriorizaba todo. Fue casi un modelo literario para mí. Cuando escribo, pienso en ella. Ella inventó el antihéroe, un mono que vivía en una sociedad de humanos, que reaccionaba con codicia, con trampas, ante todo lo que le surgía en la vida. Son sensaciones que no se olvidan. Alguien me contó hace poco que percibió que en su casa se fue acabando el hambre cuando dejó de haber cocina de petróleo y llegó la cocina de gas? No tengo en la memoria el petróleo, pero sí el fuego que mi abuela encendía en este pueblecito del cerro de Niza. El olor del humo de la madera que todo lo invadía, el pelo, la ropa? Es un olor que se mezcla con el frío, el temor a los alemanes y la falta de alimentos?

-¿Por qué eligió a un niño, Mondo, para explicar la soledad como valor o como opción?
-Y como interrogación también. La soledad de un niño que quiere entender el mundo, que se pregunta las cuestiones esenciales: de dónde vengo, quién soy, quién me va a amar, cuál es mi sitio en la sociedad, qué voy a poder hacer? Estas preguntas todavía hoy son muy fuertes, en mí y en otros niños. Siempre percibo estas preguntas. Por ejemplo, estuve en Buenos Aires, para un encuentro literario; fuimos a comer a un restaurante que tenía mesas en la calle, empecé a comer las sabrosas carnes argentinas cuando vino un niño muy pobre, se paró delante de mi mesa, tomó mi tenedor y empezó a comer de mi plato. Fue un acto tan violento y tan normal. El mozo vino para echarlo, y le dije que lo dejara. Se comió casi toda la carne y se fue. No dijo gracias, no dijo nada. Casi con violencia: una especie de ímpetu del hambre lo hizo actuar así.

-Mondo no era así.
-Pero podría serlo. El niño no comía carne únicamente, su acto era en sí mismo una pregunta.

-En un momento usted decide que indagar en la infancia es más voluntad humana que literaria.
-Sí. Empecé a escribir novelas o cuentos que eran más provocativos que otra cosa, eran maneras de afirmarme como escritor, tratar de inventar un estilo? Hacía listas de palabras para luego escogerlas. Mi modelo era Salinger, encerrado en una especie de bodega de cemento, sin ventanas, para escribir haciendo listas de palabras? Poco a poco, especialmente después de vivir en la selva de Panamá, vi que había otras metas en la escritura que no eran solamente estilo o manierismo. Podría parecer pretencioso, pero me sentí como el medio de comunicación entre algo y los otros? Por eso cambié totalmente mi manera de concebir la escritura. Desde ese momento no me importaron tanto el estilo, las referencias literarias, sino decir lo que tenía que decir: estamos en la tierra un período muy breve y no podía dejar de aprovechar este momento.

El africano es una cartografía de su vida. Encuentra a su padre, del que usted luego parece una prolongación. Él cruza llanuras para curar, cultiva paisajes, y al final de su vida decide no hablar. Pero fue un hombre que parece también un personaje literario?
-Fue un modelo. Mi padre tenía las manos de un albañil. Unas manos muy fuertes. Cada vez que tenía un rato libre era para hacer algo con las manos, no para escribir: para hacer un mueble de madera, para componer cosas. Me identifiqué con él a tal punto que imité su vida. Después de acabar sus estudios se disgustó con el mundo de los médicos en Inglaterra, porque era muy elegante y no se sentía cómodo. Se fue a un país salvaje, la Guayana Británica, y cuando pensé en experimentar algo fuerte en relación con la vida natural no fue en Guayana sino en Panamá, pero era el mismo medio ambiente. Como él navegó por los ríos en piragua, yo compré una piragua y navegué los ríos de Panamá. Él encontró a los indios de Guayana, y yo quise vivir los mismos años que él vivió con los indios, pero en Panamá. Después me fui a México, pero no tuve la misma vida que él. Fui a un lugar pequeño, Jacona de Plancarte. Viviendo allí tenía la impresión de seguir el modelo de una manera imperfecta. Él había sido perfecto. Yo era imperfecto, pero por ser imperfecto podía escribir.

-Pero hasta 2004 no cuenta la razón que lo lleva a vivir esa aventura, cuando escribe El africano . ¿Por qué tardó tanto?
-Tenía que hacerlo por escrito, no lo podía contar en palabras, como ahora lo estoy contando. Decirlo me parecía impúdico, y ahora lo he dicho. Lo que está escrito tiene una fuerza que no tienen las palabras. Lo que estamos hablando se va a evaporar. Pero los libros quedarán.

-Los indios le enviaron a su padre, a través de usted, un mensaje: "Con todo lo que sabe, podría venir y nosotros le acogeríamos de nuevo". Su padre le respondió: "Ahora no puedo, hace diez años sí". En ese momento su padre tenía 70 años.
-Imagino que a esa edad estaba muy cansado. Tuvo una vida dura, y esa vida no perdona. No es cuestión de fuerza, porque era muy fuerte, pero sí había ya fragilidad en su mente. Era la vertiente pesimista de la vida, la que conduce a la muerte. Y antes de llegar a la muerte se quedó callado, no quiso hablar más.

-Dice que a cierta edad, en ciertas circunstancias, "sólo se pueden verter lágrimas". Es cuando su padre escucha lo que pasa en Nigeria, violencia, desorden, muertes, hambre.
-Un enorme dolor. Mi padre no tenía televisor y escuchaba las noticias en la radio. Esta gente se moría, una gente que quizás él amó más que a su familia porque escogió vivir allí solo. Morían por una especie de conspiración de los Estados industriales para llevarse el petróleo. Creo que para él fue un momento terrible que posiblemente contribuyó a su pesimismo, a su falta de confianza y a esa autodestrucción que se impuso? Yo estaba conmovido también, pero aquello que él vivió como médico yo lo viví como niño, por lo que la relación es más distante.

-En África su padre y usted vivieron la esclavitud, la violencia, el hambre, la repugnancia por el mundo colonial. ¿Cree que la historia nos ha hecho mejores?
-Sí, porque se acabó la colonización. La colonización era el mal absoluto y ahora estamos "en males relativos". Es una mejoría pero tengo dificultades para entender lo que pasa porque, como testigo de los últimos momentos de la colonización, tengo imágenes muy fuertes: gente que camina con cadenas por las carreteras, empleados para la construcción de monumentos para gloria de los colonizadores? Ahora vemos una forma oculta de colonialismo. También existen la corrupción y la destrucción de lo que hubiera podido ser después de la colonización. Las fuerzas de corrupción del dinero, eso es lo que ha hecho que el resultado sea una forma hipócrita de colonización. Pero por lo menos los países son independientes, eso es lo bueno. Pueden escoger. El camino hacia la democracia es lento, pero confío en que sea la meta última para lograr alguna forma, probablemente diferente, de la democracia que conocemos, en la que el ser humano pueda desarrollarse.

-Usted es un testigo raro: un intelectual francés que abandona el confort de París cuando ya era un escritor muy bien considerado.
-Nací en una burbuja de isla Mauricio en Niza; crecí en esa burbuja. Fui a París y me asustó la superficialidad, que la gente no viviera para otra cosa que para ver con quién iban a encontrarse por la tarde, con quién iban a cenar y cómo preparar su carrera literaria o lo que fuera? Me pareció tan fútil que no pude aguantarlo. En realidad nunca viví en París, para mí es una ciudad tan extraña como Nueva York? Siempre he vivido en lugares donde la vida es más sencilla y más fácil de entender. Especialmente en este pueblo mexicano de Jacona donde he pasado quince años. Teníamos una casita en una calle empedrada. Un día pasó un anciano que no era de nuestro barrio y se cayó. Toda la gente salió de sus casas con una silla para que el anciano pudiera sentarse. Mi mujer le sacó agua, otros sacaron frutas para que pudiera recuperarse? Estas cosas no ocurrirían en París. Una de las pocas veces que estuve en París con mi hija vi a un anciano africano que se había caído en el subte. Era medio vagabundo, pero llevaba el traje de soldado. Debía de ser uno de esos soldados que combatió por Francia y del que se habían olvidado. La gente pasaba por encima de él, no lo ayudaban. Mi hija y yo lo pusimos en pie, lo sacamos del subte, preguntamos en la puerta de un hotel de lujo si podía sentarse un rato adentro porque hacía mucho frío. El muchacho de la entrada del hotel era un hombre bueno, permitió que se sentara y cuando le preguntamos al anciano si quería que llamáramos a los servicios médicos nos contestó: "No, no quiero ir al hospital". Le dimos un poco de dinero y se fue caminando. Las cosas que ocurren en las ciudades son terribles. Alguien se puede morir y la gente pasa por encima.

-Usted habla de lo que su padre decía: el olor del miedo. Se supone que ése era un mundo duro, que las ciudades son más confortables.
-Creo que no he abandonado el mundo confortable por un mundo duro. Al contrario, abandoné un mundo duro, hostil y egoísta por otros mundos más suaves, en los que hay más compasión.

-¿Lo ha cambiado a usted este contacto con un mundo tan diverso y tan natural?
-Creo que toda mi vida he escrito el mismo libro. Una mezcla de confesión, de búsqueda de idealismo, de realismo, a veces de execración? Y no creo que vaya a cambiar de escritura ahora. Tengo más interés por los otros que por mí mismo.

-En 1991 dijo: "Quisiera ir más allá del lenguaje, dejarme llevar por una poesía en estado puro, una poesía creada por gestos y por los ritmos de la danza. Es decir, por el ser en ebullición". ¿El futuro le dio la razón?
-Sí. La permanencia de los humanos es algo increíble. El modelo de mi padre motivó esa absoluta necesidad de escribir sobre esos momentos en que la vida humana está atada al medio ambiente. Se puede expresar con la escritura, con la danza, con la música? En esos años salía de la experiencia de haber vivido con los indios de la selva de Panamá, gente que no tiene escritura, pero sí un lenguaje para contar historias. Tienen una lengua literaria y otra diaria. Confunden las artes, la religión, la magia o la creencia, como algo sobrenatural, y no hay especialidades, como pintor, escritor o músico. Cada uno es un artista y a la vez un albañil que sabe hacer cosas con sus manos, un marinero excelente en los ríos, un curandero? Esta totalidad es para mí el modelo del ser humano. Desgraciadamente, estamos especializándonos cada vez más.

-Usted tenía la ensoñación de isla Mauricio, de donde procede su familia. Cuando ya se hizo realidad, ¿cómo fue?
-Mi abuelo, mi mamá, mis tías me contaron tantas cosas que cuando llegué allí Mauricio resultó no ser realidad para mí, era una especie de cuento, de mito en su forma física. Además, tenía la forma de una novela, de pirámide, el modo en que concibo la novela. Isla Mauricio es un volcán. Primero está el mar de coral, las playas, subes y en la cumbre hay un cráter azotado por los huracanes. Es la forma de una novela. La novela empieza, alcanza una cumbre y después se va acabando. Descubrí que en la isla vive un millón de personas, con muchas dificultades. Es como la gente de México, que sonríe mucho, es muy amable, pero vive en medio de extremos de violencia. No se mueren de hambre porque es una tierra generosa, pero conocen dificultades enormes. Me impresionó mucho.

-Quiero evocar esta frase de El desconocido sobre la tierra (1977): "Escribir solamente sobre las cosas que se aman, escribir para unir, para reunir los fragmentos de la belleza y después recomponer y reconstruir esa belleza. Entonces, los árboles que están en las palabras, las rocas, el agua, las chispas de luz que están en las palabras se encienden, brillan de nuevo, se lanzan y bailan".
-No voy a borrar ninguna palabra de lo que escribí entonces. Era como una intuición de lo que debía hacer el resto de mi vida. Espero seguir con esta confianza. Esa confianza es el regalo que me dan los lectores porque responden. Aunque los críticos lo tachen de ingenuidad. Para mí es un elogio.
http://www.lanacion.com.ar/1412171-creo-mucho-en-el-instinto


el dispensador dice: aprendí a vivir los silencios en la más rápida niñez... más tarde aprendí de ellos y de la necesaria oportunidad de permanecer en silencio, escuchando, atendiendo al otro antes que pretendiendo hablar por hablar, y ello me proporcionó un singular sentido de la "espera"... una espera que me permitió entender las señales y los signos a través de los cuales hablaba mi ángel, mi consciencia, y desde luego, el mismísimo Señor de los Señores, algo que traducimos como Dios. Fue ése silencio el que me permitió sobrevivir a mis visiones del África, un continente arrasado por el occidente depredador... recuerdo que en una oportunidad, en algún lugar del norte de África, ante una tragedia familiar no podía conciliar mi pobre inglés con el sabio francés de una señora de tez negra oscura... sin embargo, alcanzó una profunda mirada para entendernos, unir aquello que ella me quería decir y aquello otro que yo sentía y me generaba necesidad de expresar... alcanzó su mirada, alcanzó mi mirada. Luego alguien me dijo al oído: "miras con el alma, te miran con el alma". En verdad habían hablado los silencios... y recordé que en años de la niñez una familia de negros que vivía en Villa Celina, me había curado de un brutal golpe recibido por una hamaca, un golpe que había herido mal una de mis sienes, la derecha, que sangraba sin parar. Se unieron las circunstancias y algo me dijeron, en silencio. Aprendí. Tuve situaciones semejantes en otras antípodas asiáticas, y otras equivalencias en lugares remotos de la América hispana y la otra, la portuguesa. También aprendí de aquellos silencios, de sus profundas miradas, de mensajes precisos que indicaban: se hizo lo que correspondía, no es que no fue suficiente, de hecho lo fue, pero el destino indicaba otra cosa y nos debemos a él. Ello trajo a mi memoria un incidente vivido en Asunción, Paraguay, allá por el vaya a saber qué año, 82?, 83?, no interesa cuando... estaba con dos amigos en un bar del bajo... se acercó una india guaraní... nunca supe lo que me dijo... pero se detuvo, me miró a los ojos, me entregó un manojo de plumas de caburé, lloró, me abrazó y se fué... alguien sentado cerca que había asistido a la escena, se acercó y me dijo: te ha hablado con sus silencios, dijo que eres el pachá de los sueños de su tribu. No respondí, simplemente tomé las plumas y me fuí, acompañado por amigos que no comprendían qué había ocurrido... ¿qué fue primero?... no importa, los silencios siempre te responden, pero el genio consiste en saber esperar, observar, mirar atentamente, no perder detalles, sostener la paciencia, detrás viene la eterna revelación de cada hecho. Siempre hallarás una Virgen en tu senda... me dijeron una vez en la India, ése es tu signo y se ve en tu aura... lo demás, no lo repetiré porque no puede ser repetido. Pero sí se agregó, en un recinto más que santo, no te alejes de la senda... y sencillamente no lo hice. Años antes me había sucedido algo semejante en Brasil, y mucho antes me había sucedido lo propio en el Perú, y antes de ello en... no importa. Cuánto vale el silencio?... en aquella misma India alguien se animó a decirme: cuando permaneces en silencio puedes pasar sin ser visto, porque en realidad en silencio uno puede desprenderse y hacer invisible su cuerpo... tiempo después me repitieron lo mismo en China, y casi simultáneamente lo escuché en Japón... y ello trajo a mis recuerdos la presencia de una tía postiza nacida en Croacia que relataba los silencios de los albores de la Guerra Mundial (segunda), y luego los silencios de su padre durante la primera de las grandes guerras del siglo pasado. Luego de leer la épica de Nayjama, hace tanto tiempo que ya no recuerdo cuándo fué, dimensioné la angularidad y la geometría de los silencios, de las palabras no pronunciadas, de lo no dicho, de lo no expresado, de lo no escrito, de lo no grabado, y junto con ello descubrí el sentido del "verbo" que establece la causa de la creación, que transforma la idea en motor de convergencias y en espejo de coincidencias. Aprendes a ver con el alma, a hablar con ella, a hablar a través de ella, a trascender los espacios sin necesidad de moverte de dónde estás... lo que viene junto con ello, es parte de los sueños, pero hay más, mucho más, porque lo demás es apenas lo demás. En aquel Stupa de la alta India supieron decirme... aquello que hagas y no digas... será lo que te bendiga... ciertamente así ha sido, así es, así será. Octubre 10, 2011.-
Llevo en mi alma los silencios del África, del Asia y de la América que nadie conoce... junto con ello llevo las miradas de los silencios de sus gentes.
Piensa en el otro, tu prójimo... si lo haces, el hilo de plata crecerá sin que lo veas, sin que lo notes.

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