viernes, 29 de abril de 2011

EL HILO INVISIBLE - McEwan, corrosivo y ecológico - lanacion.com  

McEwan, corrosivo y ecológico
El escritor británico habla de Solar, su novela sobre el cambio climático, y de su escepticismo acerca de la condición humana
Viernes 29 de abril de 2011 | Publicado en edición impresa.
. / FRANCESCO ACERBIS / CORBIS.
Por Jesús Ruiz Mantilla
El País


Fitzroy Square es una plaza londinense de aire literario. No por su situación o la discreta y elegante belleza dieciochesca de su trazado, sino por sus ilustres vecinos. Allí moraron Virginia Woolf y George Bernard Shaw. Allí vive hoy Ian McEwan, protegido, en mitad del céntrico barrio donde ya hizo historia el grupo de Bloomsbury, de los impactos que va causando por el mundo la publicación de Solar (Anagrama).

Si en sus dos novelas anteriores McEwan abordó con éxito el siglo XX, ahora se ocupa de los traumas del siglo XXI, con el cambio climático y el estado de ánimo derretido de su protagonista. Michael Beard es uno de los que están llamados a ser personajes emblemáticos en la obra de este escritor inglés polémico, agitador e incómodo.

Ha construido ahora un científico derrotado, cínico y amoral, amante empedernido de todo lo que se le pone a tiro y depredador de ideas ajenas. A través de él, McEwan se deja de buenismos y entra de lleno -en tono de sátira- en los aspectos más puntillosos de este apocalipsis más real que bíblico, más posible que amenazante, al que todos nos enfrentamos sin remisión.

No son las buenas intenciones ni los santos quienes nos salvarán de la quema final, sino el egoísmo y las contrapartidas que las industrias y los países desarrollados puedan ver al negocio de las energías renovables y otras salidas jugosas. Las advertencias de los científicos han servido para la hora del gran mejunje final. Da lo mismo de dónde venga la solución. El caso es que nos salvemos, cree McEwan.

- Leyendo su libro, uno se da cuenta de que el apocalipsis es un tema inacabable para el arte, como el amor y la muerte.

-Existe una noción muy poderosa en la historia de la cultura: la noción del fin. Tendemos a pensar que vivimos el fin de los tiempos por el simple hecho de acomodar esa percepción a nuestra propia muerte. Una manera de reconciliar nuestro destino individual con el del mundo. Para mucha gente, sobre todo para quienes tienen fuertes creencias religiosas, la idea de morir en medio de nada y que todo continúe es intolerable.

-No lo pueden soportar.

-No tiene sentido. Existe un verdadero solipsismo en la religión, una tentación de creer que el mundo sólo se circunscribe a ti, que Dios lo creó para ti, creó la Tierra y el Sol para ti, que sólo se preocupa por ti y que cambiará de idea según te convenga. Pero aquella concepción del apocalipsis era religiosa. La de hoy es científica. Ése es el problema. Porque éste parece tener todo el sentido. Parece que va en serio. Hubo ya en el siglo XX alguno que tenía sentido: la amenaza nuclear. Todavía lo tiene. Fue copado por los religiosos también.

-Aunque era tremendamente humano.

-Sí, pero los ultras religiosos de Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta vieron la oportunidad de dar sentido a sus delirios interpretativos de la Biblia. Un fuego que derritiera todo y destruyera la Tierra en un día, eso era el apocalipsis nuclear. Pero lo de ahora cambia en un amplio sentido. Tenemos un fuerte temor por lo que pueda ocurrirle al planeta, pero sabemos que esta vez es responsabilidad nuestra y somos conscientes de eso. No es un castigo divino y debemos arreglarnos nosotros mismos.

-¿Cómo?

-No es que esperemos un cataclismo natural con todas sus consecuencias, pero sí uno de la civilización como tal.

-¿Pero no predican todos los apocalipsis el fin de las civilizaciones incluido en el precio del fin del mundo?

-Sí, y es lo que más se teme porque, por más que envenenemos la Tierra y se presente lo peor del cambio climático, pasarán millones de años hasta que se concrete la desaparición del planeta. Peligra más la civilización.

-El caso es que resulta un tema recurrente de nuevo en la creación artística desde hace unos cinco años. Pero usted lo trata con sentido del humor. Como una sátira. ¿Es para reírse?

-¿La era Bush traumatizó mucho los ánimos? Bueno, ahora tenemos la era Obama y casi nada ha cambiado. El camino es larguísimo y va a requerir muchos esfuerzos colectivos. ¿Tendremos éxito? No lo sé.

-El humor se agradece en estos asuntos.

-Me alegro de que así sea.

-No me he muerto de risa leyendo la novela, pero hay en ella un patetismo que a veces se tornaba gracioso para mí.

-Como en La divina comedia o en La comedia humana , ésta es la lucha del ser humano frente a un problema desconocido o nuevo. No acertamos mucho al afrontarlo. Cada vez que ocurre algo, tiene un elemento bíblico. Pero existe un factor positivo. Y hará que la virtud y la necesidad se alíen. Necesitamos hallar nuevas fuentes y modos de energía. En eso, el punto de vista chino es curioso. En Copenhague los chinos no querían límites en las emisiones de gases, pero ahora han cambiado. ¿Por qué? Porque han levantado una gran industria de energías alternativas y les conviene.

-De nuevo los principios de Adam Smith. ¿El egoísmo nos beneficiará a todos?

-En algunas circunstancias parece que sí. No por virtud, es que merece la pena.

-Es lógica, no utopía.

-Sí, pero eso se vuelve en contra también. Todavía no somos capaces de ver más allá de nuestros entornos. Como hemos tenido dos inviernos consecutivos muy fríos, la gente se relaja y tiende a desconfiar del calentamiento. Otra ventaja es la posición de algunos en Estados Unidos sobre la seguridad nuclear. Como la necesitan, ya que consumen muchísima energía y deben comprarla fuera, últimamente hay sectores que defienden como un derecho la posibilidad de crear la propia por razones estrictamente económicas.

-Negocios.. .

-Empleo, riqueza, negocio, todo eso será más útil para luchar contra el cambio climático que la bondad. Da igual las razones por las que lo hagamos, la cosa es que se logre.

-Entremos en la literatura. Para esta novela se ha vuelto a concentrar en la creación de personajes poderosos. El protagonista aúna el apocalipsis interior con el exterior. Toda una metáfora de los derrumbes. ¿Qué hay de usted ahí dentro?

-Me identifico con él en su visión del cambio climático. Lo que hablábamos de la virtud y la necesidad. Y ya, básicamente eso.

-No, no. Tiene que haber algo más. En el lado oscuro.

-Bueno, su escepticismo sobre la aceptación de la posmodernidad; lo sacan de quicio todos aquellos que relativizan los valores.

-Para él todo resulta relativo salvo si se trata de sí mismo y su ego.

-En eso es absolutista. También comparto su respeto por Einstein, esa visión de que debe de haber explicaciones más sencillas en el mundo y no tanta multiplicidad de ángulos. Hay cosas de su pensamiento que comparto, pero en lo referente a su personalidad, casi nada. No tiene hijos y probablemente los hijos sean lo más importante que yo he tenido en la vida. No me interesa la comida basura. Me he casado dos veces, no cinco...

-Ya, pero esa obsesión de Michael Beard acerca de que la especie humana no tiene remedio, ¿usted la comparte?

-Es lo que hay. Con lo que debemos contar. Y no va a mejorar.

-Para beneficio de la literatura y los escritores.

-Bueno, la peor inclinación de los políticos es pensar que pueden regenerar al ser humano y su naturaleza. Es un error que han cometido sin cesar, una y otra vez, en la Unión Soviética, en Camboya; los nazis... Esa idea de que puedes crear un hombre nuevo, amoldarlo. Es una visión utópica horripilante que ha dado lugar a las mayores atrocidades.

-Todavía.

-Así es. De manera que los escritores debemos aceptar que la condición humana es así. Pero los sistemas, las sociedades, deben establecer los marcos para mejorar, nada más. Evitar el embrutecimiento porque la verdad es que en circunstancias límite, en tiempos de conflicto y guerra, hasta la gente aparentemente razonable es capaz de cometer crímenes, robos, para sobrevivir. Pero yo creo que el lector acaba sintiendo afecto hacia Beard. No es malo. Tiene vicios que compartimos: el sexo y la comida, a todos nos gustan; el éxito.

Bueno, no sé si en ese grado: cinco esposas y once amantes.

-Las once amantes son sólo en su último matrimonio.

-Me preguntaba también si cuando usted estuvo cerca del Polo Norte se sintió tan miserable y hundido.

-No, la verdad es que no. Lo disfruté bastante.

-¿Lo inspiró?

-Bueno, basé muchas escenas de esta novela en las sensaciones que me produjo aquel viaje. No es una memoria ni nada parecido. Hay legiones de artistas que hacen lo mismo. Mucha gente me echa en cara que me disgustan los creadores que utilizan el cambio climático como motor de su trabajo, se ha escrito mucho de eso.

-¿De verdad?

-Así es, pero no me disgustan en absoluto. No soy como Michael Beard, pero sí tengo derecho a utilizar mis propias experiencias.

-Bueno, es que parece que se ha abierto la veda contra usted en los medios de comunicación. Empezando por aquellas acusaciones de plagio sobre Expiación con las memorias de una mujer que trabajó en un hospital durante la guerra. ¿Dónde están los límites al utilizar las lecturas de otros textos?

-Lo interesante de aquello fue el apoyo a esa acusación por parte de otros escritores que hacen lo mismo, como Thomas Pynchon. ¿Quién está libre de eso, de beber en otras lecturas? Otra cosa es transcribir pasajes. Si escribes una novela histórica o, como en este caso, una novela en la que se describían procedimientos médicos, una de dos: te los inventas -lo que es de locos- o acudes a memorias de la época, en las que encuentras las medicinas y los tratamientos que se usaban. Eran los años cuarenta. Leí aquellas memorias y las utilicé, pero mencioné a su autora en cada acto público, la reivindiqué; cuando murió hablé en la radio sobre ella. Mis únicos remordimientos son no haberle escrito para contarle que había utilizado sus memorias para mi libro y no haberle mandado una copia de la novela. Si le hubiera escrito una carta con mi reconocimiento a su trabajo puede que nada de aquello hubiese saltado, pero no lo hice. En fin, tenemos una prensa que muere por encontrar acusaciones de plagio, es lo que más le gusta.

-¿Qué ha sido de aquella idea suya de escribir su autobiografía?

-Primero quería, luego no.

-¿Qué pasó con aquel hermano suyo aparecido con los años, de quien no sabía nada?

-Ahí tiene una novela.

-Parecida a Príncipe y mendigo .

-Bueno, él escribió un libro y yo le hice el prólogo. Se titula Complete Surrender y está bien. Cuenta toda su historia. La vida de un chico criado por una familia pobre que lo trataba muy bien; cómo dejó los estudios y comenzó a trabajar de albañil y con el tiempo descubrió su conexión conmigo. Quizás algún día yo me decida a escribir una novela sobre aquello...

-Alguna vez ha contado que la forma de hablar de su madre los convirtió en escritor. ¿Cómo era?

-Se sentía insegura con su manera de hablar. Nerviosa, tensa. No era una persona muy culta. Mi padre, militar, al convertirse en oficial, cambió su círculo de relaciones sociales y ella tuvo que acceder a un mundo donde las líneas de clase están muy marcadas y diferenciadas. Los oficiales pertenecen a las clases medias altas, y los soldados, a las bajas. Muy pocos atraviesan la línea de una a otra parte. Mi madre sintió entonces que, por su forma de hablar, quienes la rodeaban notarían que no era de los suyos.

-En Inglaterra, la manera de hablar, los acentos definen a las clases sociales.

-Desde luego, entonces eso estaba clarísimo, quizás ahora no tanto. El caso es que ella nunca más se volvió a sentir segura con su manera de hablar; sentía que no lo hacía de manera apropiada y sus intentos por remediar esa situación eran bastante cómicos. A mí me influyó aquello en mi adolescencia. Cuando era pequeño hablaba muy parecido a ella; en la medida en que fui creciendo, me di cuenta de esas pequeñas trampas que nos provoca el lenguaje y eso me convirtió en alguien muy consciente de la importancia de las palabras. Me fijaba en si las cosas que escribía expresaban exactamente lo que pensaba. Entonces ya leía mucho y observaba que los escritores manejaban y gobernaban el lenguaje. Fue el momento en el que de alguna forma tomé la decisión de mejorar mi dominio de la lengua. Es algo quizás inconsciente, pero debes elegir entre manejarte en tu vida con un vocabulario de entre casa y una gramática básica y palabras que pronuncias con dificultad o ir más allá. Ése es un viaje que muchos escritores en lengua inglesa hemos hecho. Aquellos que hemos gozado de más educación que la que tuvieron nuestros padres y no nos hemos visto alienados por nuestros orígenes.

-¿Hablaba más con su madre que con su padre? Creo que su literatura es más comprensiva con las mujeres que con los hombres. Es menos cruel con ellas.

-Algunas mujeres opinan lo contrario, pero yo también creo lo mismo que usted. Aunque trato de ser equilibrado con hombres y con mujeres. Emocionalmente, yo estaba más cerca de mi madre que de mi padre. No hablábamos mucho, la verdad. En los años cincuenta los padres no hablaban con los hijos. Los querían, los cuidaban, pero hablar...

-De algo hablarían.

-De qué había para cenar, de lavarse, del cuidado. Fue en los años sesenta cuando todo cambió.

-Ése es el momento de Chesil Beach , su novela anterior. El prólogo de la liberación emocional, sexual.

-Cuando yo crié a mis hijos todo era diferente; me involucraba en todo cada día de sus vidas, profundamente; los llevaba al colegio y los iba a buscar; pasaba noches en vela por ellos.

-Los padres y las madres de hoy son ambas cosas a la vez: padre, madre y viceversa.

-Hoy a un chico de ocho años se lo escucha. Antes a nadie le importaba lo que pensaran. Recuerdo que una vez, cuando tenía once años, viajé en avión hacia Inglaterra de regreso del norte de África y un hombre que iba a mi lado, con quien mantuve una conversación, me preguntó: "¿Crees en Dios?" Me pareció alucinante. Nadie me lo había preguntado antes.

-Ni siquiera usted mismo, a lo mejor.

-No recuerdo. Pero el hecho de que recuerde que alguien me lo ha preguntado demuestra el impacto que me produjo aquello. También me acuerdo de una conversación con mi madre. Yo debía de tener cinco años. Me iba a acostar y me estaba lavando los dientes. Entonces le dije: "La pasta de dientes debe de ser venenosa". Y ella me preguntó: "¿Por qué dices eso?". Yo respondí: "Porque todo el mundo la escupe". Y se rio. Ahí terminó la cosa. Pero el hecho de que me preguntara por qué fue impactante.

-¿Se sentía protector hacia su madre?

-Bueno, más tarde sí. Era bastante tímida. Temía a mi padre porque, aunque él era amable, también era dominante. Yo sentía, en ese espacio raro de los hijos únicos, que todo era un triángulo; nada que ver cuando tienes hermanos: entonces se establece una relación de unos contra otros... Sentía que mi madre y yo debíamos ocultar cosas que no interesaban a mi padre, cosas con las que se mostraba impaciente, de las que no quería ni enterarse; en fin, ahorrarle preocupaciones.

-¿Ha vuelto a dar sus novelas a escritores para leer o su experiencia con Philip Roth fue lo suficientemente traumática como para no volverlo a hacer? ¿Qué fue lo que pasó con él?

-Les doy mis novelas a algunas personas pero no a novelistas. Solar se la di a un científico y a un periodista divulgador de ciencia. La anécdota con Roth fue fantástica en algún sentido. Se tomó tiempo para leer mi novela. Ya el hecho de que una leyenda como él se tomara la molestia de leer mi trabajo, esparciera la obra por el suelo con sus notas y me diera su opinión fue algo grande. El caso es que él me recomendaba convencido cambios a los que yo me resistía. Era una fuerza de la naturaleza, me podía aturdir, pero yo no podía aceptar los cambios porque si lo hubiera hecho, el texto se habría convertido en una novela de Roth, no mía. Pero guardo un recuerdo grato de aquella experiencia.

-¿Cree que los escritores anglosajones están demasiado cerrados en su mundo y no miran a la creación en otras lenguas?

-Creo que eso es injusto. En mi caso, siempre he mirado a otras literaturas que me han influido. Empezando por los rusos del siglo XIX y siguiendo por Kafka, Thomas Mann, Camus, Borges, Cortázar, Vargas Llosa o los escritores hebreos... Creo que hoy, en la gran tradición europea, hay un muro difícil de traspasar: el de la novela existencialista, que sencillamente me aburre y me hace sentir impaciente. Esas novelas en las que existe una ciudad sin nombre a la que llega un forastero que espera en un hotel alguna llamada sin motivaciones..., ¡ay, no! El mundo es demasiado rico, variado e interesante como para despreciarlo. El lector busca los olores de calles concretas, y quienes me daban esto eran los novelistas contemporáneos estadounidenses: Bellow en Chicago, Roth en Newark, Updike, Toni Morrison, mientras que muchos europeos pensaban que aquello era periodismo. Hoy todo está cambiando y existe una gran variedad. Lo que le he contado es un poco caricaturesco, pero ha existido. Por el momento me limito a leer a mis amigos y a los muertos.

-¿Sigue viajando compulsivamente, como cuando era un hippie a quien le gustaba perderse en países exóticos?

-Fui hippie unos meses, pero no iba conmigo. No podía deshacerme de mi ética del trabajo. Después de haber estado en Afganistán tomando drogas y escuchando rock, me aburrí. Añoraba el trabajo, los cielos grises, el clima fresco, qué maravilla. Aun así, viajar ha sido importante en mi vida, aunque ahora viajo para promocionar mis libros. La última vez di una vuelta al mundo alternando el placer de conocer sitios con algunos encuentros literarios en los que participaba. Fui a la India por primera vez en mi vida, luego a Nueva Zelanda, a Australia, Tasmania... Combinamos las visitas a amigos y los eventos con el placer de perdernos en sitios solitarios.

-A eso lo llamo yo ser un escritor global.

-A lo grande. Me gusta encontrar lectores ligados a mi trabajo en lugares tan dispares. Eso es muy sano para el ánimo.

-Y ese McEwan salvaje al que tantos se referían, el famoso "McAbre", aquel que salía a atacar al príncipe Carlos cuando se metía con la arquitectura contemporánea y se entregaba a contar historias turbias, ¿dónde quedó?

-De vez en cuando me meto en líos con la prensa, pero ya estoy cansado de que se me cite sacándome de contexto, se me malinterprete y todo se desquicie. Me quita energías y nada es satisfactorio. Los periodistas citan lo que les conviene; si hago algún comentario sobre el islam, enseguida agarran lo que les interesa porque en el fondo lo que echan de menos es una buena fatwa , que nos ataquen por la calle y que nos maten para luego levantar indignación en nuestros funerales. No es que yo no mantenga posiciones fuertes sobre las cosas, es que me canso de cómo se usan luego.

© El País


FAMOSO Y BRILLANTE

Ian McEwan (Aldershot, Hampshire, 1948) es uno de los escritores británicos más reconocidos internacionalmente. Alumno de Michael Bradbury en la Universidad de East Anglia, comenzó su carrera literaria con Primer amor, últimos ritos . Pero el reconocimiento le llegó con la que los críticos calificaron como su primera obra maestra: Amor perdurable .

A partir de ahí consiguió premios y polémicas, como la del Booker y su libro Ámsterdam , que originó adhesiones y rechazo en partes iguales. No ha sido el caso de sus últimas novelas: Expiación , que fue llevada brillantemente al cine por Joe Wright, y Chesil Beach , ambas muy aplaudidas. Con Solar , McEwan se adentra en forma de sátira en una de las cuestiones clave de este siglo: el cambio climático. Sábado , El placer del viajero , Niños en el tiempo y Los perros negros son otros de los libros de este importante autor de la actualidad.

McEwan, corrosivo y ecológico - lanacion.com  




(3/3)
Fragmento de Solar
La verdad desnuda
"¿Cómo era posible que retuviese a una joven tan hermosa como ella? ¿Sinceramente había pensado que la posición social bastaba, que su Premio Nobel la conservaría en su cama?"
Viernes 29 de abril de 2011 | Publicado en edición impresa.


Pertenecía a esa clase de hombres vagamente anodinos, a menudo calvos, bajos, gordos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a determinadas mujeres hermosas. O él pensaba que las atraía, y al pensarlo parecía que así era. Y le convenía que algunas mujeres creyeran que era un genio al que había que salvar. Pero el Michael Beard de esta época era un hombre de mentalidad estrecha, anhedónico, monotemático, afligido. Su quinto matrimonio se estaba desintegrando y debería haber sabido comportarse, tomar distancia, asumir la culpa. ¿No eran los matrimonios, los suyos, como las mareas, en las que el reflujo sucede inmediatamente el flujo? Pero el último era diferente. No sabía cómo comportarse, tomar distancia era doloroso y por una vez, a su modo de ver, no había culpa que asumir. Era su mujer la que estaba teniendo una aventura, y la vivía de un modo flagrante, punitivo y desde luego sin remordimiento. Él estaba descubriendo en sí mismo, entre una diversidad de emociones, intensos momentos de vergüenza y nostalgia. Patrice salía con un constructor, el de ambos, el que había remozado su casa, equipado la cocina, alicatado de nuevo el cuarto de baño, el mismísimo individuo corpulento que a la hora del té le enseñó una vez a Michael una foto de su casa de falso estilo Tudor, renovada y adaptada por su propia mano, con un barco encima de un remolque y debajo de un farol victoriano sobre el piso de cemento del sendero de entrada, y con espacio para instalar una cabina telefónica roja y fuera de servicio. A Beard lo sorprendió descubrir lo complicado que era ser cornudo. La desgracia no era simple. Que nadie dijese que en esta fase tardía de la vida era inmune a nuevas experiencias.

Se lo veía venir. Sus cuatro mujeres anteriores, Maisie, Ruth, Eleanor y Karen, que todavía se interesaban a distancia por su vida, habrían exultado, y él esperaba que no se enterasen. Ninguno de sus matrimonios había durado más de seis años, y era un logro, visto de esta forma, no haber tenido hijos. Sus mujeres habían descubierto pronto que ofrecía una pobre o aterradora perspectiva como padre, y para protegerse lo habían dejado. Le complacía pensar que si había causado infelicidad nunca había sido prolongada, y decía algo en su favor que todavía se hablara con todas sus ex.

Pero no con la actual. En tiempos mejores, quizás se hubiese vaticinado a sí mismo un varonil recurso a un doble rasero, con accesos de cólera peligrosa, tal vez un episodio de borrachera mortal a altas horas de la noche en el jardín trasero, o la cancelación del seguro del coche de la cónyuge y la calculada conquista de una mujer más joven, una especie de derribo a lo Sansón del templo marital. En cambio, estaba paralizado por la vergüenza, por la magnitud de su humillación. Aún peor, le asombraba la importuna nostalgia de Patrice. Por esos días, no sabía de dónde le venía desearla, como si fuera un acceso de retortijones. Tenía que sentarse en algún sitio y esperar a que pasara. Al parecer, había un determinado tipo de maridos a los que excitaba la idea de que su mujer estuviera con otros hombres. Esos maridos podrían organizar que les metieran atados, amordazados y encerrados con llave en el ropero del dormitorio mientras su mejor mitad entraba en acción. ¿Había Beard por fin encontrado en su interior una capacidad para el masoquismo sexual? Ninguna mujer parecía o resultaba tan deseable como la esposa de la que de repente no podía disponer. Ostensiblemente, fue a Lisboa a visitar a una antigua amiga, pero fueron tres noches tristes. Tenía que recuperar a su mujer y ser capaz de no ahuyentarla con gritos, amenazas o brillantes lapsos de insensatez. Suplicar tampoco era propio de su carácter. Estaba aterrado, era un hombre abyecto, no acertaba a pensar en otra cosa. La primera vez que ella le dejó una nota -Me quedo a dormir en casa de R. Bss. P-, ¿fue él a la casa adosada de falso estilo Tudor, antaño de protección oficial, con la lancha protegida por una funda sobre el duro soporte y un jacuzzi en el diminuto jardín trasero, a aplastarle los sesos al hombre con su propia llave inglesa? No, estuvo viendo la televisión cinco horas con el abrigo puesto, se bebió dos botellas de vino y procuró no pensar. Y no pudo.

Pero lo único que podía era pensar. Cuando sus otras mujeres habían descubierto sus devaneos, se enfurecieron, fría o lacrimosamente, se empeñaron en expresar, durante largas sesiones hasta la madrugada, lo que pensaban sobre la confianza traicionada, y al final pedían la separación y todo lo que seguía. Pero cuando Patrice topó por casualidad con unos emails de Suzanne Reuben, una matemática de la Universidad Humboldt de Berlín, se puso anormalmente eufórica. Esa misma tarde trasladó su ropa al dormitorio de invitados. Fue una conmoción cuando él abrió las puertas del ropero para confirmarlo. Entonces comprendió que aquellas hileras de vestidos de seda y de algodón habían sido un lujo y un confort, versiones de ella misma colocadas en fila para agradarle. Ya no. Hasta se había llevado las perchas. Aquella noche Patrice sonrió en la cena mientras explicaba que ella también proyectaba ser "libre", y esa misma semana había iniciado su aventura. ¿Qué iba a hacer un hombre? Pidió perdón durante un desayuno, le dijo que aquel desliz no significaba nada, hizo grandiosas promesas que sinceramente creyó que cumpliría. Fue cuando más cerca estuvo de la súplica. Ella dijo que no le importaba lo que él hacía. Le importaba lo que ella estaba haciendo, y fue entonces cuando reveló la identidad de su amante, el constructor cuyo nombre siniestro era Rodney Tarpin, dieciocho centímetros más alto y veinte años más joven que el cornudo, y cuya única lectura, según se jactó cuando humildemente estaba enluciendo y biselando en casa de los Beard, era la sección de deportes de un tabloide.

Un síntoma temprano de la angustia de Beard fue la dismorfia, o quizás fue de la dismorfia de lo que se curó de repente. Por fin se conocía tal como era. Al sorprender cuando salía de la ducha una rosada piltrafa cónica en el empaeñado espejo de cuerpo entero, limpió el cristal, se plantó delante y se contempló incrédulo. ¿Qué resortes de narcisismo le habían permitido pensar durante años que su aspecto era seductor? Aquella ridícula mata de pelo, a la altura del lóbulo de las orejas, que reforzaba su calvicie, el nuevo colgajo de grasa que pendía debajo de los sobacos, la inocente estupidez de la barriga y el trasero. En otro tiempo había podido mejorar su imagen ante el espejo estirando hacia atrás los hombros, manteniéndose erguido, tensando los abdominales. Ahora la grasa humana recubría sus esfuerzos. ¿Cómo era posible que retuviese a una joven tan hermosa como ella? ¿Sinceramente había pensado que la posición social bastaba, que su Premio Nobel la conservaría en su cama? Desnudo era una ignominia, un idiota, un alfeñique. Ya ni siquiera podía hacer ocho flexiones seguidas. Tarpin, en cambio, subía corriendo la escalera del dormitorio principal de los Beard con un saco de cemento de cincuenta kilos debajo del brazo. ¿Cincuenta kilos? Era más o menos lo que pesaba Patrice.

Por Ian McEwan
(Traducción: Jaime Zulaika)

La verdad desnuda - lanacion.com





el dispensador dice: sí, existe un hilo invisible entre las personas, así como existe otro con cada una de las cosas que se interponen en los caminos de la vida, no sólo de los humanos sino, antes bien, de todo lo que existe... existe un hilo invisible entre conductas humanas y clima alterado, del mismo modo que existe otro paralelo entre esas mismas conductas y los cielos quietos... las almas se agitan como los átomos de una pava de cobre... sólo que esos hilos no se ven y aún cuando las culturas orientales los recitan de manera permanente, occidente los pasa de largo sin prestarles atención ya que los mañanas intangibles le son más importantes que el hoy tocable, de allí que no haya semillas y que no haya cultivos, ya que no puedes esperar resultados antes de haber tomado la iniciativa y producir la acción adecuada para crear. Todo está alterado y los resultados nunca son virtuales, son consecuentes con las conductas, las voluntades y los esfuerzos necesarios... El mundo se ha ido vaciando de intenciones ciertas para ser invadido por las segundas intenciones, las intencionalidades y sus ventajas y sus otras trampas, ésas que pretenden aquello que no se ha cultivado, que pretenden poseer sin esfuerzos... pero no hay zapallos sin semillas, sin cuidados y sin riegos. No hay amistad sin correspondencia... No hay amor sin compañía... cuando se burla la comprensión, la tolerancia, el anticipar las capacidades y las oportunidades van diezmando las circunstancias hasta crear paradojas que, como tales, se tornan irreversibles. Ni la amistad, ni tampoco el amor, caben en el reclamo... allí se corta el hilo y se destruye el afecto, consumiendo el vínculo. La importancia de los hilos invisibles es esencial a los vínculos... se relacionan con las gracias causales y con las consecuentes, abren o cierran los dones como si se tratase de flores, enaltecen o deterioran los talentos, madurando sus frutos o dejándolos verdes para siempre... curiosamente, este mundo de incrédulos y de necios, depende de innumerables hilos de plata invisibles que madejan el todo, ovillando vidas y des-ovillando circunstancias... nada es casual, todo es causal, terminantemente causal, aún cuando las relaciones no puedan ser vistas mediante los ojos. Se necesita el alma, anónima, inocente, humilde, para subir el escalón necesario para alcanzar esas peculiares visiones que proporcionan las perspectivas celestiales del espíritu... ver un poco más allá del momento, saber apreciar la importancia de la bisagra en el mañana necesario. No puedes cultivar sin tierra, tampoco puedes hacerlo si desconoces el sentido de las semillas, y ello, ello no es un tema menor, demanda de la congruencia de tu espíritu con tu alma... Si no eres congruente, menos serás convergente y mucho menos habilitarás las confluencias, y sin ellas, no hay hilos de índole alguna. Abril 29, 2011.-

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