domingo, 6 de junio de 2010

THOMAS MANN, el otro lado de la expresión escrita


Thomas Mann
El lado desconocido del mago
Un acontecimiento literario mundial: se publican por primera vez en español y en un solo volumen todos los cuentos y nouvelles del autor de La muerte en Venecia. Sus piezas cortas, a diferencia de sus novelas, no son arquitectónicas sino azarosas y sorprendentes. Anticipamos, en forma exclusiva, dos de esos relatos

Noticias de ADN Cultura: Sábado 5 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa
Por Pablo Gianera
De la Redacción de LA NACION

La economía también existe en la literatura: ciertas leyes que rigen las transacciones con dinero pueden ser alegorías del funcionamiento interno de un texto. La mayoría de los relatos de Thomas Mann, a diferencia de sus novelas, suelen ser narrativamente deficitarios: salvo excepciones, en ellos se cuenta menos de lo que podría esperarse de un cuento y la manera en que se lo cuenta excede aquello contado. En las novelas, en cambio, hay exceso e inflación; esa sobreabudancia depara otra variedad, opulenta, de déficit: aquello contado permanece disimulado y oculto. El novelista Martin Walser afirmó en una ocasión que la nouvelle de Mann Tonio Kröger era "el peor relato del siglo". Posiblemente sea verdad, desde la perspectiva de Walser. Pero el superlativo negativo encierra también el positivo. Tonio Kröger es en realidad el relato del siglo, como lo definió el crítico Marcel Reich-Ranicki, aquel que condensó la prosa alemana y anticipó y moldeó, entre otros, a Franz Kafka, a quien no le interesaban tanto las partes de la antinomia todavía típicamente finisecular que allí se expone (arte y naturaleza, espíritu y vida) como, de manera más actual, "el hecho peculiar y beneficioso de estar enamorado de la antinomia en sí". Por eso mismo es crepuscular, por lo que tiene de ocaso y de amanecer.

Pero, a menos que se quiera llegar a la bancarrota, el déficit debe ser compensado con préstamos ajenos; en el arte, y específicamente en la literatura, se lo solventa con abusos interpretativos de la universidad y de la crítica indolente, con eso que Umberto Eco llamó sobreinterpretación. Toda la imaginación de Mann se redujo a la escenificación del conflicto entre el artista burgués y su mundo, el burgués. Quien busque y lea en los cuentos de Mann solamente esta anécdota saldrá defraudado y no entenderá quizá por qué es uno de los escritores centrales de la primera mitad del siglo XX. Pero lo que Mann quería "decir" no lo dijo nunca por medio de aquello que efectivamente comunicaba (la decadencia, la imposibilidad del amor, el yugo de la sexualidad, el divorcio entre la aristocracia intelectual y la vida externa) sino en la configuración. Lo que Mann quería decir no fue nunca el contenido, el asunto, de sus textos. Como escribió el filósofo Theodor W. Adorno: "El verdadero despliegue de su obra sólo comienza en cuanto uno atiende a lo que no está en la guía [...] Mejor examinar tres veces lo escrito que una y otra vez lo simbolizado". Al leer a Mann de ese modo se advierte su aguda novedad, la manera en la que prefigura a autores tan diversos, y opuestos en ocasiones a su poética, como Franz Kafka, Thomas Bernhard, Wolfgang Hildesheimer o Andreas Maier

La publicación en español de Cuentos completos (Edhasa) es valiosísima justamente porque permite seguir el desarrollo de ese arco, que se tensa entre dos extremos: la poesía en el inicio y el ensayo en el final. Ordenados cronológicamente, los relatos cubren un período que se extiende de 1893 -cuando el escritor tenía 18 años- hasta 1953 -un par de año antes de su muerte- e incluye "Tristán e Isolda", un proyecto de guión cinematográfico en prosa prácticamente desconocido hasta ahora en nuetro idioma. El volumen comprende también sus famosas novelas breves La muerte en Venecia , Las cabezas trocadas , Mario y el mago , la ya citada Tonio Kröger y La engañada. Cada uno de estos cuentos, relatos y nouvelles pueden leerse asimismo como las versiones reducidas de sus novelas mayores. Así lo entendía el autor cuando estableció un sistema de correspondencias según el cual Tonio Kröger constituía el reverso de Los Buddenbrook , mientras que La muerte en Venecia lo era de La montaña mágica.

Que el relato más temprano incluido en este volumen, "Visión", de 1893, esté dedicado al "genial artista Hermann Bahr" desnuda la matriz poética de Mann. Posiblemente muy pocos se acuerden ya de que Bahr era el representante más eminente de la avanzada estética de la sociedad Joven Viena, emblema del modernismo (se cree que fue él quien acuñó la palabra), un hombre al que Hugo von Hofmannstahl definió como alguien que "no predica nada. No disuelve nada. No reforma nada. No combate. Vive su vida como se goza algo recién descubierto".

Hay en el primer Mann una opción por la estampa, la impresión modernista, lo que en alemán se llama Kurzprosa , la prosa breve, desasida de cualquier función narrativa. Esos relatos escasos -a medias cuentos, a medias viñetas- dialogan secretamente con Contemplación , de Kafka, sobre todo por una especie de coincidencia axiomática que podría enunciarse de la siguiente manera: todo es absurdo, pero en la medida en que se lo pone en palabras, ese absurdo puede recibir algún sentido. Ya en "Visión", dos páginas que transcurren completamente en el interior del narrador, resulta evidente que Mann es más Dichter que Erzähler , más poeta que narrador. No es raro: el escritor había escrito primero poemas, luego ensayos y mucho más tarde narraciones.
Mann aspiró, y logro finalmente, escribir el estilo más refinado intelectualmente del alto modernismo en lengua alemana. Sólo Hermann Broch y Robert Musil podrían rivalizar con él. Resulta así una prosa disfuncional, en el sentido de que las funciones narrativas de la prosa quedan en suspenso. No consiste en una profundización de la poesía sino en una recuperación para la prosa de la inutilidad narrativa del poema combinada con la especulación intelectual del ensayo. Sus novelas y cuentos son entonces la intersección de la poesía y el ensayo; vale decir, el colmo del modernismo. "Encontré en la poesía la máxima del procedimiento objetivo. Soy un plástico", confesó Goethe. En uno de los ensayos recogidos en el libro Adel des Geistes (Nobleza del espíritu, 1945), Mann recupera la frase y observa: "Plástica es la concepción objetiva, creadora y atada a la naturaleza; la crítica, en cambio, representa la conducta analítica y moral respecto de la vida y la naturaleza. En otra palabras, la crítica es el espíritu; lo plástico, lo natural". Queda algo del linaje del propio Mann en esta línea doble: el frío norte de Alemania, Lübeck, de donde provenían sus antepasados paternos, y la tórrida Río de Janeiro, donde había nacido su madre, de origen criollo-portugués. Adorno había visto en los ojos de "el Mago", como se lo llamaba en la intimidad, la concentración de las estirpes: "Sus ojos eran azules o de un azul grisáceo, pero en los momentos en que él tomaba conciencia de sí mismo, se volvían negros y brasileños, como si en el ensimismamiento previo hubiera estado ardiendo sin llama lo que esperaba inflamarse; como si en su gravedad se hubiera estado acumulando algún material con el que ahora aprovechaba para medir sus fuerzas. El ritmo de su sentimiento vital era antiburgués: no de continuidad, sino de oscilación entre extremos, entre el rigor y la iluminación". Esa misma ambigüedad, esa irisación de origen sanguíneo, domina sus cuentos. El propio Mann vacilaba sobre la condición de esas prosas. A propósito de Tonio Kröger , no se decidía por calificarlo de "novela corta", "novela lírica corta", "balada en prosa" o simplemente "relato".

Si se aceptara el símil, podría decirse que en las novelas Mann jugaba al ajedrez y en los relatos, al dominó. Todo parece decidirse en el momento, incluso en una nouvelle extensa como La muerte en Venecia (1912). De hecho, durante la temporada bohemia que, hacia la vuelta de siglo, pasó en Italia con su hermano Heinrich, Thomas solía jugar bastante al dominó mientras bebía ponche. Anota Mann en Relato de mi vida acerca de La muerte en Venecia : "Esta novela corta la había concebido de un modo tan poco ambicioso como ninguna otra de mis obras; la había pensado como una improvisación a la que podría dar fin con rapidez". Pero la resignación de una estrategia no debería confundirse con el simple azar. La supercomplejidad programática de sus relatos tenía mucho de deliberación. Como observa el narrador de La muerte en Venecia : "Aschenbach había anotado sin ambages que casi todo lo grande que existe, existe como un ´a pesar de´, y adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y a la debilidad física, pese al vicio, a la pasión y a mil impedimentos más. Pero más que de una simple observación, se trataba de una experiencia, de la fórmula misma de su vida y de su fama, de la clave para abordar su obra". Es posible que pudiera predicarse lo mismo de Mann; es posible que haya una biografía cifrada. Pero todo lo que escribió está mediado por la ironía, entendida no como lejanía cínica, sino como la formuló el romántico Friedrich Schlegel: una perspectiva que se abre en la frase y la niega o la desmiente.

La complejidad de la ironía excava una ventana al infinito. Todo lo que se lee puede ser lo que se lee y también lo contrario. Nada más irónico que el desengaño amoroso de "La caída" (1894), el relato elogiado por Richard Dehmel con el que Mann inauguró públicamente su figura de escritor, ni que "Sangre de Welsungos" (1905), en la que cuenta en clave la saga de su familia, ni que "Venganza" (1899) o "La caída" (1894), con sus intrincadas y fallidas relaciones amorosas.

En verdad, felicidad y arte se anulan y traicionan mutuamente. El arte promete la felicidad, pero su realización, incluso a escala doméstica, vuelve inútil a aquél. Es lo que le pasa a Friedrich Schiller en "Hora difícil" (1905), un raro y resentido monólogo del poeta en tercera persona: "Y así era; ésta era la desesperante verdad: los años de penuria y de futilidad que él había tomado por años de calvario y de iniciación habían sido en realidad sus años más ricos y fructíferos. Y ahora que le había caído en suerte un poco de felicidad, ahora que había abandonado ese filibusterismo del espíritu para adquirir cierta legitimidad y concertar una relación burguesa, ahora que tenía cargos y honores, ahora que tenía mujer e hijos, precisamente ahora estaba agotado y en las últimas".

Lo que en su momento se entendió por decadente no era más que la revelación de la fragilidad de todo lo humano. Tonio Kröger, el contrahecho y pequeño señor Friedemann (del cuento homónimo, quizás el más cruel escrito jamás por Mann), Gustav Aschenbach ( La muerte en Venecia ) e incluso, más allá del cuento y la nouvelle , Hans Castorp ( La montaña mágica ) y el compositor Adrian Leverkühn ( Doktor Faustus ), todos ellos comparten una misma condición: son singulares e invariablemente débiles. Cualquiera de estos protagonistas de sus relatos podría decir de sí mismo lo que Mann puso en boca de un personaje de la novela Alteza real : "La renuncia es nuestro pacto con la musa; en ella reside nuestra fuerza, nuestra dignidad. Y la vida es nuestro jardín prohibido".

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Thomas MannEl lado desconocido del mago

Un acontecimiento literario mundial: se publican por primera vez en español y en un solo volumen todos los cuentos y nouvelles del autor de La muerte en Venecia. Sus piezas cortas, a diferencia de sus novelas, no son arquitectónicas sino azarosas y sorprendentes. Anticipamos, en forma exclusiva, dos de esos relatos

lanacion.com | ADN Cultura | S�bado 5 de junio de 2010



[II]
Un autor ejemplar
Por Pedro B. Rey
Subeditor de adncultura

Noticias de ADN Cultura: Sábado 5 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa

En una carta de 1945, donde lo saluda por sus setenta años, Theodor W. Adorno le confesaba a Thomas Mann (1875-1955) que dos décadas antes lo había seguido por la calle a la distancia, imaginando cómo hubiera sido que semejante novelista le dirigiera la palabra. Al momento de escribirle -los dos se encontraban exiliados para entonces en la costa oeste de Estados Unidos-, la admiración juvenil no se había erosionado. "Tuve la sensación de estar, por primera y única vez -declara Adorno, al rememorar la oportunidad en que al fin fueron presentados-, frente a la tradición alemana de la cual he recibido todo: incluso la capacidad de resistir a esa tradición."

No es simple medir hoy el alcance de esas palabras. Adorno constata la tragedia de una tradición concreta, la alemana, pero también adivina la del propio concepto de cultura y de aquellos que lo sustentan. Más de medio siglo después, cuando la idea de cultura se ha visto reducida a una suerte de parque temático acrítico, la síntesis que encarnaba el escritor alemán resulta compleja, por no decir enigmática. Lo notable en el caso de Mann, último representante de un mundo que se desintegra, es que la ironía de su estilo no cede a ninguna reivindicación. Su obra fue contemporánea de las de Proust, Joyce, Kafka -autores que abren nuevas vías-, pero está lejos de actuar anacrónicamente. Clausura un modo de practicar la novela, aunque poniendo en juego todos sus recursos y lucidez. Es, en ese sentido, un autor ejemplar.
Ensayista, además de novelista y cuentista, en 1901 publicó Los Buddenbrook . Esa precoz y masiva obra maestra, en la que abundan los elementos autobiográficos, narra la decadencia de una familia a través de varias generaciones. Cuando en 1929 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura, fue el único de sus libros al que aludió el comité sueco. El escritor, sin embargo, no se limitó a repetir esa narración que lo había hecho famoso de inmediato. La montaña mágica (1924) fue, y sigue siendo, una monumental novela de ideas y la tardía Doktor Faustus (1947) indaga con penetración el mito fáustico en clave contemporánea.

Mann no fue, apenas, un artista. Su figura -de ahí también el respeto reverencial de Adorno- representó el compromiso, en tiempos moribundos, con una idea de Europa. Comenzó mostrando inclinaciones conservadoras, pero luego respaldó la República de Weimar y fue, desde su mismo ascenso, un metódico detractor del nazismo. Desde que abandonó Alemania en 1936 -en 1944 adoptó la ciudadanía estadounidense- nunca más volvería a vivir en ella.

Durante los últimos años, Edhasa ha venido publicando sistemáticamente las grandes novelas del escritor y otras menos leídas, pero igual de notables, como El elegido o Carlota en Weimar . A esa puesta en circulación se suma en estos días Cuentos completos , volumen que afortunadamente incluye, entre tantas piezas, nouvelles clave como Tonio Kröger , Mario y el mago o La muerte en Venecia . Esta edición de adncultura aprovecha la oportunidad para presentar dos de los relatos menos frecuentados de Mann al mismo tiempo que Pablo Gianera analiza ese corpus ineludible y lo distingue de su arte novelístico.
prey@lanacion.com.ar

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Un autor ejemplar

Por Pedro B. Rey

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[III]
Venganza
Por Thomas Mann

Noticias de ADN Cultura: Sábado 5 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa

De las verdades más sencillas y fundamentales -dijo Anselm ya muy avanzada la noche-, a veces la vida nos prodiga las más originales demostraciones.

Cuando conocí a Dunja Stegemann tenía yo veinte años y era el tipo perfecto de mentecato. Muy ocupado en refinarme, me hallaba todavía muy lejos de haber cumplido esta tarea. Mis apetitos no tenían freno y me entregaba sin escrúpulos a satisfacerlos. Del modo más alegre unía a la perversión y curiosidad de mi modo de vivir aquel idealismo que, por ejemplo, me hacía desear intensamente una intimidad pura, espiritual -absolutamente espiritual- con una mujer. En cuanto a la Stegemann, había nacido en Moscú, de padres alemanes, y se había criado allí o, en todo caso, en Rusia. Dominaba tres idiomas: ruso, francés y alemán, y había venido a Alemania como institutriz, pero, provista de aficiones artísticas, dejó aquella profesión al cabo de unos años y vivía, mujer libre, inteligente, filósofa y soltera, de abastecer de crónicas literarias y musicales a una revista de segunda o tercera fila.
Tenía treinta años cuando yo, el día de mi llegada a B., coincidí con ella en la escasamente ocupada table d´hôte de una pequeña pensión: era mujer de gran estatura, pecho plano, estrecha de caderas, ojos color verde claro que jamás vacilaban al mirar, nariz demasiado respingona y peinado muy poco atractivo de un rubio indefinido. Su vestido sencillo de color castaño oscuro estaba tan desprovisto de adorno y coquetería como sus manos. Jamás había visto yo en una mujer una fealdad tan inequívoca y notoria.

Con el rosbif, la conversación giró en torno a Wagner en general y el Tristán en particular. Me desconcertó su libertad de espíritu. Su emancipación era tan espontánea, tan falta de exageración o énfasis, tan serena, segura y natural, como yo jamás hubiera creído posible. La objetiva impasibilidad con la que durante nuestra conversación utilizó expresiones como "ardor descarnado", me estremeció. Y a ello correspondían sus miradas, sus movimientos, la camaradería con que colocaba su mano sobre mi brazo.

La conversación era animada y profunda. Después del almuerzo, cuando los demás comensales, en número de cuatro o cinco, hubieron abandonado la mesa, seguimos charlando durante horas. Volvimos a vernos a la hora de la cena, luego interpretamos algunas piezas en el desafinado piano de la pensión, intercambiamos de nuevo ideas e impresiones y nos comprendimos hasta el fondo. Yo estaba muy satisfecho. Tenía ante mí a una mujer con un cerebro moldeado de modo completamente masculino. Sus palabras eran atinadas y no servían a una coquetería personal, mientras que su falta de prejuicios hacía posible aquel radicalismo íntimo en el intercambio de vivencias, impresiones y sensaciones, por el que yo me apasionaba entonces. Aquí se había cumplido mi deseo: había hallado un camarada femenino cuya sublime naturalidad no despertaba alarma alguna y en cuya compañía podía yo estar tranquilo y seguro de que sólo mi espíritu se pondría en movimiento, pues aquella intelectual tenía los atractivos físicos de una escoba. Sí, mi seguridad a este respecto era tanto mayor cuanto que todo lo corporal de Dunja Stegemann me iba resultando cada vez más desagradable e incluso repugnante en la medida que aumentaba nuestra mutua confianza espiritual: un triunfo del espíritu como no podía haberlo deseado más brillante.

Y sin embargo..., sin embargo, por más que nuestra amistad llegara a la perfección, nosotros, tan inocentes cuando salíamos de la pensión, cuando nos visitábamos el uno al otro en nuestras casas, sin embargo a menudo había algo entre nosotros que hubiera debido ser triplemente extraño a la noble frialdad de nuestra singular relación..., algo que surgía entre nosotros precisamente cuando nuestras almas desnudaban la una ante la otra sus últimos y más castos secretos, cuando nuestros espíritus trabajaban en la resolución de sus más sutiles misterios, cuando el "usted", que seguía siendo nuestro tratamiento en momentos menos extasiados, cedía a un intachable "tú"... había algo en el aire, una fatal excitación que lo viciaba y me cortaba el aliento... Ella parecía no darse cuenta. ¡Su fuerza y su libertad eran tan grandes! Pero yo lo sentía y sufría por ello.

Así fue, y de forma más sensible que nunca, cierta noche en que estábamos en mi habitación hablando de psicología. Ella había cenado conmigo, la mesa redonda ya estaba levantada excepto por el vino tinto que continuábamos saboreando y la situación, que nada tenía de galante y en la que fumábamos nuestros cigarrillos, podía considerarse característica de nuestra relación: Dunja Stegemann sentada a la mesa, muy erguida, y yo, con el rostro vuelto en la misma dirección, echado en el diván. Nuestra conversación, analítica, profunda y radicalmente franca, seguía versando sobre los estados de ánimo que el amor produce en el hombre y en la mujer. Pero yo no estaba tranquilo, me sentía cohibido y tal vez insólitamente excitable, ya que había bebido mucho. Aquel algo estaba presente..., aquella fatal excitación estaba en el aire y lo viciaba de un modo que se me hacía cada vez más insoportable. Se apoderó de mí completamente una necesidad como de abrir una ventana, mientras con palabras directas y brutales mandaba al fin y para siempre al reino de la nada aquel algo injustificadamente inquietante. Lo que decidí manifestar no era más fuerte ni más sincero que otras muchas cosas de que habíamos hablado y había que liquidarlo de una vez. Por Dios, ella era la persona menos indicada para agradecerme consideraciones de cortesía o de galantería...

-Oiga -dije, levantando la rodilla para cruzar una pierna sobre la otra-, hay algo que siempre se me olvida aclarar. ¿Sabes lo que para mí da a nuestra relación su encanto más original y bonito? Es la íntima familiaridad de nuestros espíritus, que ha llegado a ser imprescindible para mí, en contraste con el pronunciado desagrado que siento frente a ti físicamente.
Silencio.
-¡Ah, sí! -dijo ella luego-. Sí, eso es divertido.
Y así concluyó el inciso y se reanudó nuestra conversación sobre el amor. Respiré: la ventana había sido abierta. La claridad, la limpieza y la seguridad de la situación habían quedado restablecidas, como sin duda era necesario. Fumamos y hablamos.
-Otra cosa -dijo ella de repente- que debe comentarse entre nosotros? Has de saber que en cierta ocasión tuve relaciones amorosas.
Volví el rostro hacia ella y la miré perplejo. Estaba erguida en su silla, muy tranquila, y movía un poco sobre la mesa la mano que sostenía el cigarrillo. Su boca estaba ligeramente entreabierta y sus ojos color verde claro miraban fijamente hacia el frente. Yo exclamé:
-¿Tú...? ¿Usted...? ¿Relaciones platónicas?
-No. Unas relaciones... serias.
-¿Dónde...? ¿Cuándo...? ¿Con quién?
-En Fráncfort, hace un año, con un empleado de banca, un hombre aún joven, muy bien parecido... Sentí la necesidad de contártelo... Prefiero que lo sepas. ¿O acaso he descendido ahora en tu estima?
Yo reí, me extendí de nuevo en el diván y tamborileé con los dedos en la pared, junto a mí.
-¡Probablemente! -dije con pomposa ironía. No volví a mirarla, sino que mantuve el rostro vuelto hacia la pared, contemplando el movimiento de mis dedos. De repente la atmósfera, tan limpia hacía un instante, se había espesado de tal modo que se me subió la sangre a la cabeza y se me nublaron los ojos... Aquella mujer se había dejado amar. Su cuerpo había sido abrazado por un hombre. Sin volver el rostro de la pared, dejé que mi fantasía desnudara ese cuerpo y descubrí en él un repelente atractivo. Bebí de un trago la copa de vino número... ¿Cuántas? Silencio.
-Sí -repitió ella a media voz-, prefiero que lo sepas.
El acento, indiscutiblemente significativo con que repitió estas palabras, hizo que yo cayera en un miserable temblor. Ella estaba allí sola conmigo en mi habitación hacia medianoche, erguida, sin moverse, en una inmovilidad que era como una espera, una entrega... Mis instintos depravados se habían despertado. La imagen del refinamiento que podía representar entregarme con esa mujer a excesos vergonzosos y diabólicos hizo palpitar mi corazón de un modo insoportable.
-¡Vaya! -dije con lengua torpe-. ¡Eso me parece sumamente interesante...! ¿Y te divirtió ese empleado de banca?
Ella respondió:
-¡Oh, sí!
-¿Y no te importaría volver a vivir algo semejante? -proseguí, siempre sin mirarla.
-En absoluto.
Bruscamente, de un salto, me di la vuelta, apoyando la mano sobre la almohada, y pregunté con el descaro del deseo descomedido:
-¿Qué te parecería tú y yo?
Ella volvió el rostro lentamente hacia mí, mostrando una expresión de amistoso asombro.
-Oh, querido, ¿cómo se le ocurre...? No, nuestra relación es de una naturaleza tan espiritual...
-Bueno..., bueno, ¡pero ésa es otra cuestión! Aparte de nuestra amistad, y sin perjuicio de ésta, podríamos por una vez encontrarnos en otro plano...
-¡Pero no! He dicho que no, ¿me oye usted? -respondió ella, cada vez más asombrada.
Con el furor del libertino no acostumbrado a prescindir de su capricho, por sórdido que sea, grité:
-¿Por qué no? ¿Por qué no? ¿A qué vienen esos remilgos?
Hice ademán de pasar a la acción. Dunja Stegemann se levantó.
-Domínese, por favor -dijo-. ¡Está usted fuera de sí! Conozco su debilidad, pero esto es indigno de usted. He dicho que no y también le he dicho que nuestra mutua simpatía es de una naturaleza absoluta y exclusivamente espiritual. ¿No lo comprende? Y ahora quiero irme. Se ha hecho muy tarde.
Me serené y recuperé el dominio de mí mismo.
-¿Conque me da calabazas? -dije, riendo-. Bien, espero que esto no alterará nuestra amistad...
-¿Por qué habría de alterarla? -respondió ella, estrechándome la mano con camaradería, mientras su boca, nada hermosa, se torcía en una sonrisa bastante irónica. Luego se fue.
Yo quedé de pie en medio de la habitación, y mi rostro no debió reflejar una expresión muy inteligente mientras rememoraba los detalles de esta maravillosa aventura. Finalmente me di un golpe con la mano en la frente y me fui a dormir.
Traducción: Joan Fontcuberta

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Venganza

Por Thomas Mann

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[IV]
La muerte
Por Thomas Mann

Noticias de ADN Cultura: Sábado 5 de junio de 2010 | Publicado en edición impresa


10 de septiembre
El otoño ha llegado y el verano no va a regresar. Ya no voy a verlo nunca más...
El mar está gris y tranquilo y cae una lluvia fina y triste. Al verlo esta mañana, me he despedido del verano y he saludado al otoño, mi cuadragésimo otoño, que finalmente se ha cernido implacable sobre mí. Tan implacablemente como va a traer también ese día cuya fecha murmuro a veces para mis adentros sumido en la devoción y en el mudo horror...

12 de septiembre
He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena acompañante que guarda silencio y tan sólo levanta hacia mí de vez en cuando sus grandes ojos llenos de amor. Hemos seguido el camino de la playa hasta Kronshafen, pero hemos regresado a tiempo, antes de que pudiéramos encontrarnos con más de una o dos personas.
Durante el camino de regreso me ha alegrado ver mi casa. ¡Qué bien la he escogido! Sobria y gris, sus ventanas miran hacia el gris del mar desde la colina, cuya hierba está ahora marchita y húmeda y cuyo camino se ha reblandecido. Por su parte posterior transcurre la carretera y detrás se extienden los campos. Pero a eso no le presto atención. Sólo me fijo en el mar.

15 de septiembre
Esta casa solitaria bajo el cielo gris, sobre la colina que hay junto al mar, es como un cuento de hadas sombrío y misterioso; y así quiero que sea durante este último otoño mío. Sin embargo, esta tarde, mientras estaba sentado frente a la ventana de mi estudio, vino un coche a traer provisiones. El viejo Frank ayudó a descargar, se hizo ruido y sonaron varias voces. No puedo expresar hasta qué punto me ha molestado. Temblaba de reprobación: he dado orden de que estas cosas únicamente se hagan por la mañana temprano, mientras yo esté durmiendo. El viejo Frank se ha limitado a decir: "A la orden, señor conde". Pero me ha mirado atemorizado y dubitativo con sus enrojecidos ojos.

¿Cómo iba a comprenderme? Al fin y al cabo, él no lo sabe. No quiero que la rutina y el aburrimiento rocen mis últimos días. Me da miedo que la muerte pudiera tener algo burgués y rutinario. Quiero que a mi alrededor todo sea extraño y raro cuando llegue ese día grande, grave y enigmático: el 12 de octubre...

18 de septiembre
Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo tumbado en el diván. Tampoco he podido leer mucho, pues me han estado atormentando los nervios. Me he quedado inmóvil, sin más, mientras por la ventana veía caer la lluvia lenta e incansable.

Asunción ha venido a verme a menudo y en una de sus visitas me trajo flores, un par de plantas resecas y empapadas que había encontrado en la playa. Cuando besé a la niña para darle las gracias, se echó a llorar porque estoy "enfermo". ¡Qué indeciblemente doloroso me ha resultado su amor tierno y entristecido!

21 de septiembre
He permanecido mucho rato sentado junto a la ventana de mi estudio, con Asunción en las rodillas. Juntos hemos contemplado el mar ancho y gris, mientras a nuestra espalda, en la gran habitación de puerta alta y blanca y rígidas butacas, reinaba un profundo silencio. Mientras acariciaba lentamente el cabello de la niña que caía negro y lacio sobre sus delicados hombros, me he remontado en mis pensamientos a la diversidad y confusión de mi vida. He pensado en mi juventud, tranquila y protegida, en mis peregrinajes por todo el mundo y en el período breve y luminoso de mi felicidad.

¿Recuerdas aquella criatura encantadora y de ardiente ternura bajo el cielo aterciopelado de Lisboa? Hace ya doce años que te regaló a la niña y murió, con su delgado brazo en torno a tu cuello.

Tiene los ojos oscuros de su madre la pequeña Asunción: sólo que más cansados y reflexivos. Pero sobre todo tiene su boca, esa boca de infinita blandura y, no obstante, de trazado algo amargo, que luce su máxima belleza cuando calla y se limita a sonreír muy levemente.

¡Mi pequeña Asunción! Si supieras que voy a tener que abandonarte...
¿Llorabas porque estoy "enfermo"? ¡Ah, y eso qué tendrá que ver! ¡Qué tendrá que ver con el 12 de octubre...!

23 de septiembre
Son pocos los días a los que puedo remitir mis pensamientos, perdiéndome en los recuerdos. ¡Cuántos años han transcurrido durante los cuales sólo he sido capaz de mirar hacia delante, de esperar la llegada de este día grande y aterrador, el 12 de octubre de mi cuadragésimo año de vida!

¿Cómo será? ¡Si supiera cómo va a ser! No tengo miedo, pero tengo la impresión de que ese 12 de octubre se aproxima con una lentitud atormentadora.

27 de septiembre
El viejo doctor Gudehus vino desde Kronshafen. Acudió en coche por la carretera y almorzó con Asunción y conmigo.

"Es necesario -dijo mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de pensar! ¡Nada de cavilaciones!... Porque yo lo tengo a usted por un filósofo, ¡ja, ja!"

En fin, yo me he limitado a encogerme de hombros y a darle cordialmente las gracias por sus molestias. También me dio consejos para la pequeña Asunción, a quien observaba con su sonrisa forzada y apocada. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás a partir de ahora pueda dormir un poco más.

30 de septiembre
¡El último septiembre! Ya no falta mucho, ya no. Son las tres de la tarde y he calculado cuántos minutos restan todavía para que comience el 12 de octubre. Son 8460.

Esta noche no he podido dormir, pues se ha levantado algo de viento y tanto el mar como la lluvia están bramando. Me he quedado en la cama y he dejado correr el tiempo. ¿Pensar y cavilar? ¡Qué va! El doctor Gudehus me tiene por un filósofo, pero mi cabeza está muy débil y mi único pensamiento es: ¡la muerte, la muerte!

2 de octubre
Estoy muy emocionado y a mis movimientos se añade una sensación de triunfo. A veces, al pensar en ello y ver que la gente me mira con duda y temor, he podido percatarme de que me toman por loco, hasta el punto de que yo mismo he terminado examinándome con recelo. ¡De ninguna manera! No estoy loco.

Hoy he leído la historia de aquel emperador Federico al que profetizaron que moriría sub flore. Por lo tanto, evitó las ciudades de Florencia y de Florentinum, aunque en una ocasión fue a parar a Florentinum de todos modos y murió. ¿Por qué murió?
Por sí misma, una profecía es irrelevante. Lo único que importa es si logra dominarte. Pero si lo consigue, estará demostrada y terminará por cumplirse. ¿Cómo? ¿Y acaso una profecía que surge y se afianza en mi propio interior no tendrá más valor que una que provenga de fuera? ¿Es que la constatación inquebrantable del instante en que uno va a morir ha de resultar más dudosa que la certeza del lugar?
¡Existe una vinculación constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convicción puedes sorber de su esfera, puedes atraerla para que venga a ti, a la hora en que creas que...

3 de octubre
A menudo, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como aguas grises que me parecen infinitas por estar cubiertas de niebla, me parece vislumbrar la relación que las cosas mantienen entre sí y entonces creo reconocer la nulidad de los conceptos.
¿Qué es suicidio? ¿La muerte voluntaria? Pero nadie muere voluntariamente. La renuncia a la vida y la entrega a la muerte se produce por debilidad en todos los casos, y tal debilidad siempre es la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del alma, o de ambas cosas. Uno no muere si no está conforme con ello...
Y yo, ¿estoy conforme? Debo de estarlo, pues creo que si no me muriera el 12 de octubre podría volverme loco...

5 de octubre
Pienso en ello constantemente y eso me tiene ocupado por completo. Trato de pensar cuándo y de dónde me ha sobrevenido esta certeza, y ¡no sabría decirlo! A los diecinueve o veinte años ya sabía que tendría que morir a los cuarenta, y un día cualquiera, tras haberme preguntado insistentemente en qué fecha sucedería, lo supe también.

Y ahora ya se ha aproximado tanto, tanto, que incluso me parece sentir el frío aliento de la muerte.

7 de octubre
El viento ha arreciado, el mar está bramando y la lluvia repica en el tejado. Esta noche no he dormido, sino que he bajado a la playa con mi impermeable y me he sentado sobre una roca.

Tras de mí, en la oscuridad y en la lluvia, estaba la colina con la casa gris en la que dormía la pequeña Asunción, ¡mi pequeña Asunción! Y ante mí el mar descargaba su turbia espuma ante mis pies.

He pasado toda la noche mirando por la ventana y se me ha antojado que así debe de ser la muerte o el después-de-la-muerte. Allí delante, en el exterior, una oscuridad infinita que brama sordamente. Y en ella, ¿seguirá viviendo y actuando un pensamiento, una intuición de mí mismo que atienda eternamente a ese bramido incomprensible?

8 de octubre
Quiero darle las gracias a la muerte cuando venga, pues ahora el plazo se vencerá demasiado pronto como para que me sienta capaz de seguir esperando. Sólo tres cortos días de otoño más y sucederá. ¡Qué ansioso estoy de que llegue el último instante, el último de todos! ¿No debería ser un instante de dicha y de indecible dulzura? ¿Un instante de máxima sensualidad?

Tres cortos días de otoño y la muerte entrará aquí, en mi habitación. ¿Cómo se comportará? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará del cuello y me estrangulará? ¿O meterá su mano en mi cerebro? Sin embargo, ¡yo me la imagino grande y bella, de una majestuosidad salvaje!

9 de octubre
Hoy, mientras tenía a Asunción en las rodillas, le he preguntado: "¿Y si pronto, de algún modo, me fuera de tu lado? ¿Te pondrías muy triste?".

Entonces apretó su cabecita contra mi pecho y lloró amargamente. Siento un nudo de dolor en la garganta.

Por cierto, tengo fiebre. Me arde la cabeza y tiemblo de frío.

10 de octubre
¡Estuvo conmigo, esta noche estuvo conmigo! No he podido verla ni oírla, y sin embargo he hablado con ella. ¡Resulta ridículo, pero se comportó como un dentista! "Será mejor que lo liquidemos ya", me dijo. Pero yo no quería y me resistí. La eché sin miramientos.

"¡Será mejor que lo liquidemos ya!" ¡Cómo me han sonado estas palabras! Me han penetrado hasta los tuétanos. ¡Tan escuetas, tan aburridas, tan burguesas! Nunca había experimentado una sensación tan fría y sarcástica de desengaño.

11 de octubre (a las once de la noche)
¿Lo comprendo? ¡Oh, a fe mía que lo comprendo!

Hace hora y media, mientras estaba sentado en mi habitación, vino a verme el viejo Franz. Sollozaba y estaba temblando. "¡La señorita! -exclamó-, ¡la niña! ¡Ay, venga enseguida!" Y yo acudí de inmediato.

No he llorado; sólo he sentido un escalofrío. Estaba tendida en su camita, con el cabello negro enmarcándole la carita pálida y dolorida. Me he arrodillado junto a ella, sin hacer ni pensar nada. Entonces vino el doctor Gudehus.

"Ha sido un ataque al corazón", me ha dicho, asintiendo como quien no se sorprende. ¡Este chapucero e ignorante ha actuado como si lo hubiera sabido siempre!

Pero yo, ¿lo he comprendido? Ay, al quedarme a solas con ella (fuera se agitaban la lluvia y el mar, y el viento aullaba por el cañón de la estufa) he golpeado la mesa con el puño, ¡tan claro lo he visto de repente! Durante veinte años he atraído a la muerte hacia este día que dentro de una hora va a dar comienzo, mientras en mi interior, en lo más profundo, había algo secretamente consciente de que yo no podía abandonar a esta niña. No me era posible morir pasada la medianoche y, sin embargo, ¡tenía que suceder!

De haber venido, la hubiera echado de mi lado: sin embargo, fue primero a ver a la niña porque tenía que obedecer a mi certeza y a mi fe. ¿He sido yo quien ha atraído a la muerte hasta tu cama? ¿Te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ay! Palabras rudas y mezquinas para nombrar algo delicado y misterioso.

¡Adiós, adiós! Quizás, ahí fuera, vaya a encontrar un pensamiento, una intuición de tu persona. Pues mira: la manecilla avanza y la lámpara que ilumina tu dulce rostro se apagará pronto. Estoy a la espera mientras sostengo tu mano pequeña y fría. Pronto vendrá y yo me limitaré a asentir y a cerrar los ojos cuando la oiga decir: "Será mejor que lo liquidemos ya"...
© LA NACION
Traducción: Rosa Sala Rose

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La muerte

Por Thomas Mann

lanacion.com | ADN Cultura | S�bado 5 de junio de 2010

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