sábado, 6 de marzo de 2010

Volcánico personaje de novela


Arthur Koestler, un escritor de culto y de barricada
Volcánico personaje de novela
Marcos Aguinis

Para LA NACION
Noticias de Opinión: 6 de marzo de 2010 | Publicado en edición impresa



Foto: LA NACION
Viajó a lo largo del siglo XX prendiéndose de los acontecimientos e individuos más relevantes. Con temeridad, cambió de trincheras y sedujo a millones de lectores con sus polémicas obras. Arthur Koestler fue autor de culto y de barricada, así como objeto de idealización y de odio. Su vida rica, agitada, contradictoria, informada, audaz e irrefrenable da lugar ahora a biografías. No es para menos.

Nació en el dorado imperio austrohúngaro. Su madre fue paciente de Sigmund Freud. Siendo joven, Arthur se convirtió en el secretario de Vladimir Jabotinsky, uno de los líderes del movimiento sionista, cuyo discípulo más conocido sería Menahem Beguin. Trabajó de pionero en un kibutz cercano a la ciudad de Haifa. Pero se cansó de las tareas agrícolas y regresó a Europa. En Berlín, se afilió al Partido Comunista y trabó amistad con Bertold Brecht. Viajó a la Unión Soviética para conocer de cerca el régimen de Stalin; en Turkmenistán, dejó volar su espíritu aventurero.

Reinstalado en Alemania, tuvo que huir de la Gestapo. Se introdujo en la Guerra Civil Española, en la que casi pereció y en la que pudo conocer a Hemingway. Sus acciones lo hundieron en una cárcel franquista. Fue condenado a muerte y salvó el pellejo gracias a la mediación del Foreign Office, que lo canjeó por la esposa de un aviador nacionalista. En un encuentro fronterizo con Walter Benjamin, le pidió prestadas cápsulas de veneno. El pobre Benjamin supo que no tenía escapatoria, y las ingirió. Arthur Koestler no llegó a sacarlas del bolsillo, y llegó al puerto de Lisboa.

Abandonó el comunismo y participó de forma activa en la Segunda Guerra Mundial. Por fin lo apresaron los nazis y fue internado en un campo de concentración. Pudo desplazarse hasta Marsella, desde donde cruzó el Mediterráneo rumbo a Argelia y, luego, a Marruecos. Por último, consiguió refugio en Gran Bretaña.

Su derrotero zigzagueante lo puso en contacto estrecho con Thomas Mann. Ganó la amistad de George Orwell, bebió con Dylan Thomas, flirteó con Mary McCarthy y vivió con Cyril Connolly en Londres. En los 60, experimentó con ácido lisérgico, junto con el célebre Timothy Leary. En los 70, dio clases a estudiantes como Salman Rushdie. No había tendencia que no captara su curiosidad, fuera trascendente o no, fuera seria o frívola, política o impolítica. Después del sionismo y del comunismo, lo atrajeron el movimiento existencialista, la parapsicología, las drogas psicodélicas, la eutanasia, las innovaciones artísticas y las audacias culturales.

Mantuvo adhesiones fervorosas, pero fue durísimo con quienes terminó enfrentado. Sus polémicas derivaban en comidillas o tratados de fina elaboración. Desencadenó abundantes líos de alcoba que encendieron la ira de varios esposos engañados.
Quienes lo detractan afirman que fue un alcohólico, un depredador sexual y un tenaz infiel de tres esposas y de las innumerables mujeres que sedujo en su vida.
La vasta biografía que escribió Michael Scammell -especialista en literatura rusa, además- abunda en sabrosas anécdotas. Una de ellas es imperdible e ilustra sobre Arthur Koestler, otras personalidades de la época y los hábitos de entonces. La reproduzco en forma casi textual.

Una noche, Koestler, con su amiga de ocasión, Mamaine Pager, salieron a divertirse con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus y Francine, la esposa de este último. Empezaron la fiesta cenando en un bistró argelino, como homenaje a Camus. Después fueron a bailar en un salón kitsch , pero la insistencia de Sartre los llevó al night club Scheherazade, con violinistas que ejecutaban música rusa al oído de los huéspedes. Hablaron sobre el comunismo y la amistad. Entusiasmado por las contradicciones en que incurrían, Camus exclamó: "¡Si sólo fuera posible contar la verdad!"

Koestler se puso demasiado gritón y a las cuatro de la madrugada fueron invitados a salir del night club. Entonces el grupo se arrastró a Les Halles para saborear la típica soupe à l´ognion , ostras y vino blanco. Completamente borracho, Koestler arrojó un trozo de pan a los ojos de Mamaine. Sartre, tan ebrio como su amigo, volcó granos de pimienta en una servilleta, la dobló y la guardó en su bolsillo, para que lo acompañara a la conferencia que debía dictar la mañana siguiente en la Sorbona, sobre "La responsabilidad del escritor". Camus, muerto de risa, reflexionó: "Y bien, tendrás que darla sin mí". Sartre pensó un instante y repuso: "Yo también quisiera darla sin mí". Su original respuesta fue celebrada con nuevos tragos. Volvieron cuando el sol despuntaba sobre los techos de París. Simone de Beauvoir, sola con Sartre en un puente sobre el Sena, se puso a llorar por la tragedia de la condición humana. Después trepó con dificultad al parapeto y dijo muy seria: "No sé por qué no nos arrojamos al río". "De acuerdo -contestó Sartre, mientras subía también al parapeto-; ¡tirémonos ya!" Pero ambos se desplomaron sobre el lado de la vereda. Abrazados, se resignaron a serpentear el dudoso camino de regreso.

Mientras, Koestler también estallaba en lágrimas y miraba el Sena como a un confortable lecho mortuorio. Pero antes de tomar la decisión suicida, quiso orinar. Mientras lo hacía, gritó a su compañera: "¡No me abandones; te quiero, siempre te he querido!" Optaron por irse a dormir. Luego Koestler se enteró de que Sartre, sin tiempo para acostarse, había masticado los granos de pimienta, había sentido fuego en los ojos y en los labios y se había arrastrado a la Sorbona. Entonces lo criticó por ser un existencialista que no podía dictar una conferencia sin él mismo.
La relación con Sartre se deterioró pronto. Koestler se acostó con Simone de Beauvoir y el francés quiso vengarse seduciendo a Mamaine. La ruptura definitiva se produjo, sin embargo, cuando apareció el libro de Koestler Oscuridad al mediodía y se convirtió en un best seller mundial. Para Sartre, denunciar los crímenes estalinistas como lo hacía Arthur era un servicio al imperialismo norteamericano que bloqueaba el progreso de la izquierda. Sartre no ignoraba esos crímenes, pero su ideología lo forzaba a considerar que era ético mantenerlos en reserva. No reconocía el fracaso del régimen soviético, sino que confiaba utópicamente en la sabiduría reparadora del partido.

La presencia de Koestler en el mundo serio y en el mundillo superficial no se apartó de algunas constantes, como, por ejemplo, evitar ser esquematizado. Sus libros abordan temas tan disímiles como filosofía, historia, ciencias, ficción, psicología, mitos. Fue capaz de sacudir convicciones desde su base, de forma provocativa y original. Expresaba lo que descubría, sin maquillaje ni subterfugios. Pudo haberse equivocado muchas veces, pero jamás se rindió a la hipocresía o el embuste. Junto con Rebelión en la granja , de Orwell, y Yo elegí la libertad , de Victor Kravchenko, su Oscuridad al mediodía impidió -según muchos estudios- que varios países de Europa occidental sucumbieran a regímenes estalinistas en 1946 y 1956. En aquel tiempo, esas obras tensionaron el frente político con inesperada fuerza. Hubo quienes pretendían ignorarlas y hasta las llenaron de falsas acusaciones, pero sus evidencias perforaron la muralla del extremismo irracional.

Koestler enfermó de Parkinson y leucemia. No toleraba su decadencia física. Ya había manifestado que apoyaba la eutanasia, porque el ser humano tiene derecho de morir con dignidad. Tenía setenta y siete años y su última esposa, Cynthia, era veintidós años menor. Se había desempeñado como su secretaria antes de casarse. Durante semanas analizaron el triste fin de Arthur y decidieron suicidarse juntos.

Este acto parecía cerrar de forma heroica su trayectoria. Cynthia gozaba de perfecta salud, sin embargo. Y su muerte no le agregó puntos a Koestler. Los enemigos aprovecharon para enlodar su memoria. Pero no lograron disminuir sus rasgos de personaje cautivante. De un volcánico personaje de novela.©LA NACION

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Marcos Aguinis

lanacion.com | Opinión | S�bado 6 de marzo de 2010

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